
15 Jun QUÉ HAGO ENTRE LITOCÉFALOS
Entrevista a Diomedes, el exquiriente más temido de la Antigua Roma.
En la documentación hallada en los archivos del Janículo no había sólo dossiers de los casos resueltos y fichas de los criminales desenmascarados. También comentarios personales de los titulares, cartas de clientes e incluso apuntes diversos de Diomedes, uno de los cuales va a ser exhumado aquí.
Se trata de un cuestionario al que alguien –el término parece remitir a un cuestor- sometió a Diomedes de Atenas en el momento álgido de su carrera de exquiriente. Lo transcribimos de forma casi literal, sin más alteraciones que las adecuadas para adaptarlo al género algo más moderno de la entrevista y al trato de usted propio de ésta, desconocido en la Roma antigua. Quienes leyeron “La esclava de azul” o “La lágrima de Atenea”, tal vez incluso la continuación de la aventura, que es “La daga de zafiro”, pueden sentirse interesados. También los que sientan curiosidad por cómo ejercía un griego la arriesgada profesión de exquiriente –hoy se le llama detective privado- en la Roma del siglo I a.C.
–Una vez afincado en Roma, ¿sigue pensando que sus habitantes se dividen en litocéfalos, hematófagos y crisódulos?
–Lo que en realidad dijo mi amigo Meríones es que cada romano es una o dos de esas cosas y algunos las tres juntas. En cuanto a mi experiencia romana, creo que en toda su carrera de filósofo fue la única vez que acertó.
–Y sin embargo aquí sigue usted, en vez de volver a su añorada Atenas.
–Será porque la quiero mucho; y el recuerdo la embellece, como si Sila y sus legiones nunca hubieran pasado por allí. Ulises, que en buena medida representa a todos los griegos, diría que la gracia no está en el regreso, sino en la posibilidad de regresar.
Mi parte preferida es la de desenmascarar al culpable.
–No me sea sofista Diomedes, lo que también suele ser común a los griegos. Habrá motivos mejor fundados.
–Desde luego no tendrán que ver con el ruido que hay durante el día, ni con los peligros de la noche. Tampoco con el olor a cloaca de la ciudad, a pesar de lo que presume de acueductos, ni con los forcejeos con los que hay que abrirse paso por las calles. Menos aún con los precios, salvo los que puede cobrar un exquiriente.
–No me diga que se está volviendo un crisódulo.
–El que puso las tarifas fue mi tío Alcímenes. Si quiere que le diga la verdad, la clave está en el tamaño. En Roma todo es grande: la ciudad en sí misma, sus templos, sus foros, su historia y las exageraciones que la componen. Es obvio que también sus vicios y que éstos generan crímenes igualmente grandes.
–Que necesitan exquirientes para investigarlos.
-Más que ningún otro lugar. Eso es precisamente lo que me gusta.
–Para probar la inocencia de quien ha sido falsamente acusado.
–Será por la mala influencia de la ciudad; pero mi parte preferida es la de desenmascarar al culpable. Sobre todo si es un poderoso convencido de que su posición le resguarda, o un felón que ha intentado echar la culpa a un dios olímpico.
–Sin descubrir ningún secreto profesional, cuéntenos Diomedes ¿cuál es la clave para que un enigma quede resuelto?
–Casi todos los romanos contestarían que habérselo encargado al tío Alcímenes. Yo he preferido desarrollar mi método personal. Coordina distintas claves.
–¿Cuáles?
-La principal, intentar ver las cosas cómo son y no como parece que sean. El criminal se habrá encargado de que las apariencias engañen.
–Otra.
–Seguir adelante con la investigación aunque parezca obligado abandonarla.
Tal vez algún día acompañe a Baiasca a su añorada tierra de los cémpsicos.
–Despreciando los peligros.
–Yo más bien diría que respetándolos muchísimo, pero sin que en ningún caso nos echen atrás. Cuestión de pundonor profesional.
-O de orgullo griego.
-También es un ingrediente importante. Por último, contar con el golpe de suerte. Siempre acaba apareciendo, con tal de que esté uno atento para no dejarlo escapar.
–Se está dejando la ayuda de Baiasca.
–La daba por supuesta. Nadie debería abrir un consultorio de exquiriente si no tiene una esclava de azul.
– ¿Puede decirnos qué caso le ha dado más quebraderos de cabeza hasta la fecha, Diomedes?
–Sin lugar a dudas el del tribuno muerto sobre la nieve sin huellas a su alrededor. Creo que está fichado como la Daga de Zafiro.
–Por lo inexplicable del crimen.
–Al principio todos son inexplicables. En otro caso no contratarían a un exquiriente. En realidad por que el escenario era Atenas.
–Temía usted no estar a la altura ante sus paisanos.
–Sobre todo ante mi madre. Aunque tampoco me habría gustado oír las bromitas de mi hermano Memnón.
–¿El personaje más interesante con quien ha tenido ocasión de contactar? No vale contestar Baiasca.
–La princesa Iridia. Fragante como el jazmín e inquietante como la pantera.
–Pensaba que iba a citar a Julio César o a Cleopatra.
–César tiene su encanto, pero es demasiado patricio para que me caiga bien. Además, dejó las Galias como el solar al que daba la buhardilla que Baiasca y yo alquilamos en Atenas.
–¿Cómo?
–Hechas un vertedero. Desde la matanza de Sila los atenienses somos un poco susceptibles para esas cosas.
–¿Y Cleopatra?
–Es alejandrina. ¿Quién podría fiarse de ella?
–Para acabar una pregunta muy comprometida. ¿Dónde queda la tierra de los cémpsicos?
–Me encantaría saberlo. Tal vez lo averigüe un día, si acabo acompañando a Baiasca cuando por fin regrese.
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