POR QUÉ COLGARON A HOMERO

POR QUÉ COLGARON A HOMERO

De un árbol, a la entrada del Hades, con Hesíodo a su lado.

O al menos eso afirmaba Pitágoras, que aseguraba haber viajado hasta allí en trance, por hablar de los dioses griegos con demasiada libertad.

En efecto, de la Teogonía de Hesíodo y de las aventuras que narró Homero derivan casi todos nuestros conocimientos sobre las leyendas divinas de los griegos. Conviene dejar muy claro que, como pueblo inteligente, su religión no tenía nada que ver con que Zeus se disfrazase de cisne para disfrutar a Leda o con los desastrosos efectos de invitar a los centauros a las bodas. Eran cuentos en los que efectivamente sus divinidades, a las que suponían igual de viciosillas que los humanos, eran tratadas con muchísima libertad. La auténtica religión griega, como casi todas se centraba en el destino que cada cual encontraría en la otra vida; en su caso bastante lúgubre, salvo que mediasen unos merecimientos excepcionales.

El presente post no va de cuestiones de ultratumba, sino sobre el ejercicio de dicha libertad. Ya hemos visto que ésta era máxima en el caso de los antiguos griegos, capaces de recurrir a sus dioses principales para protagonizar sus historias picantes e incluso las parodias –quien lea por primera vez muchas de las obras de Aristófanes creerá haberse confundido y tener delante una edición de “El jueves” particularmente salvaje-. Claro que también eran capaces de convidar a cicuta a Sócrates por incitar a los jóvenes a la impiedad o de provocar el exilio de Alcibíades, perdiendo de paso la guerra del Peloponeso, por sospechoso de andar castrando las estatuas de Hermes.

En el siglo XVIII, el escocés James MacPherson, sorprendió con su recopilación de baladas épicas de un bardo gaélico de quince siglos atrás llamado Ossián.

En Roma tampoco Ovidio se cortó nada a la hora de narrar los galanteos de sus dioses en las Metamorfosis; y hasta un tipo aparentemente tan serio como Séneca escribió la Apocolocyntosis del dios Claudio, algo así como la transformación de dicho emperador en calabaza en vez de la divinidad que esperaba ser tras su muerte –figura como apéndice en “Claudio el dios” de Robert Graves; y constituye una auténtica obra maestra de mala uva.

Todos los citados urdían historias sobre los dioses de su tiempo; y no sabemos, lógicamente, cómo les ha ido en la otra vida, pero sí que entre todos configuraron buena parte de la mitología grecorromana, que, insisto, nunca hay que confundir con la religión. Otro tanto cabría decir de las Edda nórdicas y otros poemas configuradores de las leyendas sobre Thor y Odín.

Una variante menos arriesgada, si no se quiere acabar como Homero según Pitágoras, consiste en inventarse una mitología entera, casi siempre inserta en una cultura igualmente inventada, aunque suelan aparecer trazas de la Baja Edad Media inglesa. Sobran ejemplos recientes en la literatura –por citar sólo los más conspicuos Tolkien o R.R.Martin-, el cine más o menos galáctico y el mundo Marvel o el de otras variantes del cómic. Ahora bien, al menos en el estado presente de la cultura occidental, ninguno de ellos pretende disimular su carácter de ficción.

Y también cabe otra especie de impostura, que al fin y al cabo el objetivo de la novela y de la poesía nunca es contar la verdad tal cual. Fue el caso –parece- en el siglo XVIII del escocés James MacPherson y su recopilación de baladas épicas de un bardo gaélico de quince siglos atrás llamado Ossián. Hicieron furor en su tiempo, que ya estaba ansioso de lo que se llamaría el romanticismo. Supusieron una inmersión en una mitología de alto aliento poético, con hadas, mujeres-ciervas y guerreros eternamente jóvenes, al menos mientras no se bajen de su caballo blanco.

En el caso de Ossián medió además un componente político, de reivindicación del pasado de una Escocia demasiado dominada por los ingleses, aunque los que se enfadaron de verdad, porque sintieron que les estaban arrebatando parte de su cultura propia, fueron los irlandeses. MacPherson murió sin haber reconocido la superchería, aunque no pueda resultar más sospechoso el hecho de que hasta el final se negó a mostrar los supuestos manuscritos del siglo III.

¿Se le puede llamar superchería?

El artificio de revestir la ficción con los ropajes de una supuesta realidad anterior, igualmente ficticia, es casi tan viejo como la literatura; y en ésta es superfluo andar repitiendo a cada paso la advertencia de que las cosas que se están contando no son verdaderas, más o menos como en esos cartelitos del principio de la película según los cuales cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.

No obstante, si se hace tan bien como en el caso de MacPherson –hoy domina la creencia de que adaptó narraciones ajenas, no tan antiguas, con enorme habilidad-, ¿media responsabilidad si la gente las cree y obra después en consecuencia? No hace falta cruzar nuestras fronteras, al menos las actuales para comprobar que ciertas leyendas pueden devenir movimientos políticos por mucho que contraigan la historia probada.

Aunque a un nivel mucho más casero, intercalo una anécdota particular para, de paso, solicitar de forma tardía una disculpa. Para rematar mi novela “La bahía del último aliento”, sobre un grupo de mujeres del siglo VI a.C. que escapando de los cartagineses descubren por sí solas un buen tramo de costa mediterránea ibérica, se me ocurrió añadir un colofón pseudohistórico relacionando la trama con supuestos textos de Píndaro o Pomponio Mela e incluso atribuyendo los versitos de cierre a un imaginario poeta inglés muerto en la batalla de los Dardanelos.

Libro La bahía del último aliento

Mientras se preparaba la edición en Círculo de Lectores hallé que la editora jefe, una mujer muy preparada llamada Silvia Sesé, se había creído el colofón. Cuando quise eliminarlo ella se opuso, porque le encantaba el efecto y al fin y al cabo, razonó, dentro de una novela todo es ficción. El pacto consistió en que al concluir el apéndice se pondría “Final de la novela”, lo que supuestamente debía advertir a todo el mundo del artificio.

Por el momento me quedé tranquilo. Después he comprobado con horror que el aviso no siempre ha funcionado. En la recolección de comentarios en Google he encontrado alguno que daba las noticias por veraces y asimiladas; y, a juzgar por el texto, procedía de gente que, además de bienintencionada, gozaba de un alto nivel cultural. De verdad que lo siento muchísimo. Ahora que caigo, en la versión e-book que obra en esta web no ha sido corregida la disfunción. En cuanto me plantee de nuevo los aludidos límites de la ficción igual lo arreglo.

 

 

 

Joaquín Borrell

lynx@librosjoaquinborrell.com
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