En la Isla Calavera

En la Isla Calavera

Seguramente es inexacto decir que no se escriben fábulas en nuestro tiempo. Implicaría ningunear la industria de los dibujos animados y la de los cuentos con ilustraciones; e incluso buena parte de lo que nos cuentan nuestros políticos, aunque a éstos suela fallarles la moraleja. Al fin y al cabo la definición de la palabra según la Academia no obliga a usar el verso.

Por tanto si a Esopo, La Fontaine y Samaniego, entre tantos otros, les faltan continuadores la carencia está en un ámbito más amplio, que es el de la poesía. Probablemente deriva de esa tendencia moderna, impuesta de forma casi preceptiva, a extraer la inspiración de nosotros mismos: de nuestras vivencias y recuerdos –¿seguro que son tan interesantes?– y de nuestras sensaciones; como si el autor tuviera que ser una cuerda de guitarra afinadísima y original, capaz de producir arte al ser pulsada.

Con este punto de partida los animales, que son los protagonistas más usuales de las fábulas, quedan excluidos del verso; porque ellos no los escriben y porque en el mundo interior del poeta, declarado el único relevante, no es fácil que éste se identifique con un animal. Es una lástima, ahora que nuestros conocimientos sobre animales tienen tan poco que ver con los que podían manejar los fabulistas de antes. Éstos tenían que manejarse con los domésticos y unas pocas fieras especialmente vistosas; y es probable que de un simple documental de National Geographic sacasen ideas para un volumen entero.

Pero es que además tenemos a nuestra disposición un amplísimo muestrario de animales con nombre propio y biografía; y el hecho de que sólo hayan existido en la ficción no les resta en absoluto su realidad. Tal vez esa biografía consista en sí misma en una fábula, novelística o audiovisual; pero seguro que a todas ellas es posible sacarles matices nuevos.

 

 

Como se debe predicar con el ejemplo, afortunado o no, tomemos el caso de King Kong. Desde que asomó en la pantalla grande desconcertado por los chillidos de Fay Wray no ha dejado de aparecer, para unos como representante de la inocencia primitiva profanada por la civilización, según otros encarnando el capitalismo más salvaje. Parece que en su última versión, “La isla calavera”, su verdadera misión es defender al mundo de unos monstruos mucho peores que emergen del subsuelo. Pues ya era hora de que la variase, porque hasta el momento cada vez que firmaba con una productora su destino era enamorarse de la rubia que los nativos le ponían al alcance.

Lo cual depara una buena ocasión para revisar el mito. ¿Es creíble ese enamoramiento? En mi opinión particular todavía resulta más improbable que esa puerta gigantesca, del tamaño del gorila, que los nativos insertan en su empalizada –¿pero no la habían levantado para defenderse de él?-. ¿Y si nos ponemos en el sitio de Kong la noche de autos y reconstruimos sus pensamientos naturales? Quedaría algo así:

Sentado frente al ímpetu del mar
oteo la amplitud de la tiniebla
y juego taciturno a perfilar
su forma con jirones de la niebla.
Inmóvil como un risco del volcán
suspiro al firmamento que destella
burlándose de mí, triste titán
que no puede ofrendar su fuerza a ella.
¿Quién es? Tan sólo la intuyo,
sin tenerla todavía.
Está cerca y será mía
igual que yo seré suyo.
Bate una madera hueca
bien lejos, entre clamores,
Son de nuevo esos tambores
que me agravan la jaqueca.
Me incumbe como rey ir a la cita;
que en lo alto de esa extraña empalizada
a alguna hembra humana se me invita,
de piel como alquitrán, dura y salada.
Detiene la isla entera el movimiento,
que pasa su monarca, las palmeras
se inclinan a mi paso, el mismo viento
suspende acobaradado sus carreras.
¿Es éste mi menú?, tan blanquecino,
batido por feroces convulsiones.
Ese oro del cabello, liso y fino,
sospecho que dará retortijones.
Junto a mis fosas nasales
atentamente la miro.
Esos ojos de zafiro
no pueden ser naturales.
La levanto sobre un dedo,
lanza gritos de demente.
Ahora sí que francamente
va empezando a darme miedo.
Mejor voy a alejarla, al corazón
del bosque, donde no oiga esos chillidos.
Que se la coma el saurio; por glotón
el cólico tendrá bien merecido.
Después he de volver a mi sitial,
de nuevo frente al mar, solo y mohíno,
buscando en la negrura una señal
del bien que ha de traerme mi destino.
A su reclamo leal,
refractario al desengaño,
la espero: una hembra bestial,
peluda y de mi tamaño.

Joaquín Borrell

lynx@librosjoaquinborrell.com
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