LOS BUENOS CONTRA LOS MALOS

Soldados de la guerra civil española

LOS BUENOS CONTRA LOS MALOS

La guerra civil española: la quinta del biberón

Se llamó “la quinta del biberón” a los nacidos en 1920 y 1921, reclutados e instruidos de urgencia para participar en el final de nuestra guerra civil.Implica que los más jóvenes van a cumplir noventa y seis años este ejercicio. Es posible que dentro de un lustro ya no quede nadie vivo que haya empuñado un arma entre el 36 y el 39.

Ya no hay quintas, desde que la mili dejó de ser obligatoria. Echando mano de la referencia, la del biberón actual nació en torno al año dos mil. Fuera del microrresumen que les den en el colegio, también es muy posible que ninguno de sus integrantes haya leído nada sobre la guerra civil. Al fin y al cabo aún les queda más lejos que la de Cuba para mi generación; y a sus padres, que andarían por la primaria cuando murió Franco, ya debía de sonarles a referencias vagas e imágenes medio difuminadas en color sepia.

A primera vista este distanciamiento parece positivo, dadas las pocas razones que hay para que nos sintamos orgullosos de ella. Desde luego hubo actos de valentía, bastantes, y algunos de generosidad. Pero en lo primordial la guerra civil fue una etapa terrible, que hizo aflorar lo peor del ser humano, en la que la vida de los otros valió bastante menos que las ambiciones o los afanes de revancha. Tampoco es que el parte de la victoria sirviese para encerrar los malos instintos. Al contrario, en buena medida los atizó, porque transmitió a muchos de quienes los profesaban la seguridad de quedar impunes.

Tendemos a pensar que se desarrolló en un país distinto, tan ajeno al actual como si estuviese en otra galaxia.

Miramos las fotos de las multitudes de entonces, apiñadas en los toros o en los mítines, observamos esas mejillas hundidas y esos pómulos salientes, los trajes de pana y la barba a medio afeitar  y nos felicitamos de haber mejorado tanto, en alimentación como en higiene y, suponemos, en tolerancia y en respeto a los derechos de los demás. Más nos vale estar en lo cierto.

No quita para que a las nuevas generaciones –y no me refiero a las del biberón; hablo de las que nos siguen a los hijos de quienes la hicieron – haya que contarles cómo fue nuestra guerra civil. Se dirá que ya se está haciendo. La guerra y la posguerra siguen ambientando muchísimas novelas y películas y series de televisión. Sin embargo, dejando como siempre al margen las excepciones honrosas, creo que no se está contando bien.

Durante esos tres años de guerra civil, en los previos y en los siguientes, toda España militó.

La quinta del biberón en la guerra civil española

Claro que la mayoría de los soldados fueron llamados por las leyes del reemplazo según el sitio en el que se encontrasen y que había que ser muy valiente para buscar el  bando propio cuando no coincidía. Sin embargo la guerra duró tanto y multiplicó de tal modo los casos dramáticos que al final casi nadie quedó sin tomar partido.

Casi todas las obras de ficción –igual que, lamentablemente, muchas de las científicas- lo han seguido tomando. No hace falta decir cuál fue el obligado durante el franquismo. En los primeros minutos de la película Raza, recordemos que con guión del propio don Francisco, uno de los hermanos Churruca es feo, mentiroso y hace trampa con unos pajaritos, en rudo contraste con el que se convertirá en Alfredo Mayo. Obviamente al crecer será el diputado republicano, aunque finalmente se redima y muera traicionando a los suyos de la manera más ignominiosa. Sirva como referencia del tono.

Supongo que por la ley de las compensaciones, desde finales de los setenta el maniqueísmo cambió de acera.

De un lado generosos combatientes por la libertad, tan modernos que sólo les falta reciclar los residuos, de otro torturadores maléficos y patronos sin escrúpulos. No hará falta precisar que hubo de todo eso, sádicos y héroes y explotadores y hasta feos, pero que ningún bando tuvo la exclusiva en ningún género.

Cuando el destinatario no está implicado en la causa, el maniqueísmo suele ser muy cansino. Creo que por eso media cierta saturación, camino de convertirse en rechazo de los argumentos bélicos y postbélicos. Lo que es una lástima, no sólo por esa frase manida de que los pueblos que olvidan su historia están obligados a repetirla –anda que si Cicerón la hubiese registrado-, sino porque, como terreno libre a las pasiones desatadas, la guerra civil suponen una cantera inagotable de tramas interesantísimas.

¿Se puede ser neutral al abordarlas?

En las generaciones que llegan, por supuesto. Los hijos y nietos de quienes no fueron neutrales en la guerra civil lo tenemos más difícil, pero también lo podemos intentar. Y como cada vez que me atrevo a dar consejos en este blog tengo el compromiso de predicar con el ejemplo –y de paso me hago un poco de autopropaganda, que para eso estoy en mi web-, voy a permitirme explicar el recurso del que, con mayor o menor fortuna, eché mano en “Las hijas de la sal” (El Andén 2007; aunque, como dirían Les Luthiers, también pueden encontrarlas en la home de la presente).

Libro Joaquín Borrell Las Hijas de la sal

Pensé que en una España y una Europa divididas como las del año 36 – como consecuencia del inicio de la guerra civil – centrar la narración en un neutral vocacional equivaldría a transmitir emociones pintando un salero vacío. El mundo era muy distinto unos cuantos años atrás, en esa época que, aunque sea con cierta dosis de optimismo, conocemos como los felices veinte.

¿Y si el protagonista aterrizaba en el 42 tras un salto temporal de veinte años?

Ni sabría de la guerra, ni entendería sus causas, ni reconocería a los compatriotas que tan concienzudamente se habían consagrado a matarse unos a otros. No había máquinas del tiempo en los años veinte –ahora tampoco; pero digamos que resultan menos increíbles-. Volver de un coma larguísimo habría necesitado un tiempo de recuperación sobrado para echar a perder la novela; y la guerra despertó tanto interés mundial que había pocos rincones donde no hubiesen llegado sus nuevas.

Lo que no quita para que existiera alguno. Al desierto no llegan los periódicos, ni era fácil que allí se conectase una radio. Y resulta que en el año 21 quince mil españoles se perdieron en el Rif. Se le llamó el desastre de Annual y casi todos murieron; pero los supervivientes espaciaron los retornos, algunos durante muchos años. Era la ocasión perfecta para ese salto sobre dos décadas de quien dejó un pueblo en armonía y se encontraba –la cita es del jurado de un premio que la novela no se llevó, parece que por poco

“un país terrible, desolado, vengativo y asustado: la España de la postguerra”

He empezado teorizando, aseguro que de buena fe, y temo estar terminando en publicidad pura y dura. De paso he interrumpido la secuencia que me había propuesto sobre las guerras carlistas, que tendré que retomar. Para completar el efecto agregaré que el paso del tiempo también habrá aportado otro cambio inevitable: la novia de entonces tendrá veintidós años más, sus hijas habrán cumplido la edad en la que se quedó emocionalmente el protagonista.

¿Por dónde iba? En la censura al maniqueísmo, impropio en cualquier actividad cultural, pero especialmente recusable en una contienda donde en cada bando hubo algunos buenos, bastantes malos y un número estimable de peores. Pues démosla por reiterada.

Joaquín Borrell

lynx@librosjoaquinborrell.com
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