¿ERAN CALVOS LOS INQUISIDORES? (¿Y DOMINICOS, Y CASTELLANOS?)

Inquisidor español en un auto de fe de la plaza mayor de Madrid

¿ERAN CALVOS LOS INQUISIDORES? (¿Y DOMINICOS, Y CASTELLANOS?)

¿CÓMO OSÁIS DECIR ESO?

Los tratadistas antiguos hablaban (creo) de la basileofagia dracosenil. Era una rara dolencia que aquejaba a los dragones al alcanzar una edad avanzada y les inducía el deseo imperioso de comerse a una princesa, lo que por fortuna solía evitar el héroe de turno o, en la épica más moderna, incluso la propia princesa.

Lo que suele acometer a los españoles de nuestros días, o al menos a un buen número de ellos, al cumplir cierto número de años es un impulso bien distinto: el de escribir una novela, con dos variantes principales: sobre sus vivencias, aunque a veces no hayan sido tan apasionantes o se dejen contar tan bien como para despertar el interés ajeno, o sobre un tema histórico. En este segundo caso a la hora de concretarlo la Inquisición española suele tener un buen número en la parrilla de salida.

Como dijo aquel presidente francés del siglo XIX al inaugurar un hospital para no sé qué mal –“ésta es una enfermedad terrible que sólo conduce a la imbecilidad o a la muerte y lo sé por experiencia porque la he padecido”-, yo también he experimentado el síndrome. El resultado fue “El escribano del secreto (Círculo de Lectores 1997). Cuyo e-book –publicidad sin tapujos- está disponible en esta misma web.  Por eso puedo ponerme en la piel de quien se enfrenta al  tema y plantear las preguntas obligadas. Con buena o mala fortuna, yo quise apartarme del tópico intentando describir a los inquisidores tal y como serían realmente, dudas y dilemas morales incluidos, y suavizando la dureza de la materia con un barniz de humor. Sin embargo pongámonos en el lugar de quien desea agradar al comercial de una (mala) editorial abrazando todos los clichés del género. ¿Cómo diseñaría al inquisidor de su obra?

El escribano del secreto

Calvo, delgado y castellano.

Lo primero, calvo. También delgado, como secuela de sus ejercicios ascéticos, y mirada elocuente que parece estar proclamando: “Sé qué algo has hecho y lo pagarás”. Un buen prototipo vendría dado por F.Murray Abraham en “El nombre de la rosa”. Puede resultar sorprendente, pero con ese modelo habría muchas posibilidades de acertar. Casi todos los inquisidores generales han dejado algún retrato. Admitamos que la mitra o el capelo pueden dificultar la visión y no desdeñemos los efectos de la tonsura; pero entre los casos conocidos las cabezas bien pobladas no alcanzan el veinte por cien. Tampoco hay gordos en la galería e incluso las contexturas macizas representan una excepción.

En cuanto al origen, el aludido comercial apuntaría al castellano. Pues también acertaría, pero sólo hasta cierto punto. En números redondos la mitad de los Inquisidores generales tuvo tal origen –en sentido amplio, incluyendo a cántabros y leoneses-; pero al fin y al cabo Castilla era el territorio más poblado y el más cercano a la corona. Pero también hay tríos des vascos, valencianos y aragoneses y parejas de asturianos, catalanes, extremeños y andaluces, un gallego y un canario. También un portugués, lógicamente en la época de la unión peninsular, un holandés, un napolitano y un austriaco.

¿Fueron todos los inquisidores españoles Dominicos?

Lo que desde luego equivale a un disparate es asignar a cualquier territorio una supuesta incompatibilidad con los métodos inquisitoriales; aunque sea voluntaria como en el caso, supongo, de “La catedral del mar” cuando se dice que los inquisidores “odian al pueblo catalán”. Hombre, Fernando el Católico fue parte principal en la creación de la institución, seguramente porque su acreditada visión política captó las ventajas de aquel mecanismo para apisonar conciencias. El Directorium inquisitorum, verdadero manual del ramo, fue obra de Nicolau Aymerich, gerundense del siglo XIV –además de un forofo de lo que hoy se llamaría gore, a juzgar por los métodos que recomienda-.

También es importante que el inquisidor haya profesado como dominico. Aunque no hablase de la Inquisición española, ni siquiera Umberto Eco pudo sustraerse a la tendencia en “El nombre de la rosa”. Pues aquí error. Es cierto que en los antecedentes medievales la Orden de Predicadores jugó un papel importante; pero en la Inquisición que nos ocupa la mayoría de los generales (treinta y ocho de cuarenta y siete) procedieron del clero secular. Admitamos que de los nueve restantes todos fueron dominicos menos un cartujo valenciano, y el jesuita Juan Everardo Nithard (el austríaco de antes), que además hizo de primer ministro durante la regencia de Mariana de Austria y acabó saliendo por piernas.

Por último, el director del casting literario recomendaría hacerlo gritón.

Aquí nos faltan medios de comprobación, al no haberse inventado en su tiempo los archivos de audio. Si buscamos alguna referencia analógica para la que existan, tal vez la más cercana sería la del juez Roland Freisler, presidente del Tribunal Popular en la Alemania nazi, que además de calvo y delgado y de haber mandado a muchos disidentes a la decapitación se comportaba en los juicios como un auténtico energúmeno –cuando lo mató un bombardeo aliado, cerca ya del final de la guerra, hasta el general Jodl dijo que por fin Dios había hecho su trabajo-.

Personalmente dudo que la mayoría de los inquisidores gritase, salvo que una pavesa del auto de fe les cayese encima –es broma; ni siquiera iban a los quemaderos cuando los había, porque el castigo quedaba a cargo del brazo secular-. No era el estilo de su formación académica, de muy alto nivel al margen de para qué la empleasen, ni lo necesitaban en modo alguno, puesto que el procedimiento ponía todos los ases en su mano y alguno en la manga. Pienso que más bien eran fríos y pragmáticos, según convenía al servicio de sus finalidades ideológicas. En cuanto a cuáles eran éstas –descartemos para siempre otro tópico: los pecados les traían sin cuidado, salvo que se sostuviese que no lo eran; lo que perseguían era la herejía-, toca remitirse al siguiente post.

 

 

 

 

Joaquín Borrell

lynx@librosjoaquinborrell.com
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