
03 Jul CUESTIÓN DE ESTRUCTURA
CUESTIÓN DE ESTRUCTURA
En posts anteriores y previa la advertencia de que no se pretende en absoluto pontificar –aunque me temo que casi siempre se acaba haciendo- se han expuesto cuestiones relativas a la rima y al ritmo de los versos, centradas en la polémica principal: si debe o no haberlos. Quizá falte incluir un tercer elemento de debate: el relativo a la estructura del poema, extensible, si éste tiene longitud suficiente, a la estructura de las estrofas que lo componen.
No hace falta decir que para las corrientes en boga el mero planteamiento puede ser ofensivo: si contar sílabas y medir acentos coarta la libre expresión –sentir la necesidad de contarlas y medirlos en vez de que rija el oído más bien debería coartar dedicarse a la poesía-, cómo va a autoasignarse el autor el corsé de ninguna estructura determinada. En el ejemplo recurrente que contrapone, en materia musical, expresar emociones golpeando una cacerola o escribiendo un Nocturno de Chopin el segundo caso requiere una rigurosa aplicación de los compases. En cambio el cucharón puede ir tranquilamente por libre golpeando el utensilio.
Quizá convenga aclarar que verso libre y estructura fija no se excluyen necesariamente, igual que ocurre con el verso libre y el ritmo. Véanse por ejemplo los llamados sonetos isabelinos, incluidos bastantes de los de Shakespeare. Otra cosa es que confluya esa corriente digamos emancipadora que está siendo de debate.
A partir de ahí y con todos los condicionantes que quieran ponerse, hablemos de dos de esas estructuras fijas con raigambre clásica, que precisamente la han alcanzado por lo eficaces que resultan para sendos efectos artísticos particulares.
Una es la espinela. El nombre viene de Vicente Espinel, que la practicó con fruición; aunque no deja de ser curioso que haya quedado en la historia por la denominación y no por ninguno de sus versos. Suele ser de arte menor –casi siempre de ocho sílabas- por un motivo muy claro: su fuerza necesita que las rimas vayan muy seguidas.
En vez de poner ABBAA y esas iniciales que vuelven más difíciles interpretarlas que leer el verso, expliquémosla así: ocho pareados seguidos con una entrada que rima con el segundo y un cierre que rima con el tercero. Veámoslo con la ayuda de Calderón (La vida es sueño):
“Con cada vez que te veo
nueva admiración me das
y cuando te miro más
aún más mirarte deseo,
Ojos hidrópicos creo
que mis ojos deben ser
pues sabiendo que el beber
puede causarles la muerte
beben más y de esta suerte
están muriendo por ver.”
Si alguien se atreve a criticar a Calderón el uso del adjetivo hidrópico –que tiene hidropesía y por tanto huye del agua-, igual por una vez está en su derecho. Con esa reserva creo que el efecto aludido ha quedado claro: el de un comentario hilado de principio a fin, aunque en el ejemplo haya dos proposiciones diferentes, con un ritmo pegadizo, que son los que invitan a anticipar cuál será la siguiente terminación. En esa suerte de miniatura tienen que caber el planteamiento –va a contar qué le pasa cada vez que la ve-, el nudo –pues eso, lo que le pasa- y el desenlace, en este caso conclusión: que prefiere morirse antes que dejar de verla.
El soneto es un invento italiano importado a España por Garcilaso, aunque también se extendió a otros países. Para ser de verdad requiere once sílabas, con las anacrusas bien contadas –las sílabas que van antes del primer acento tónico-, dos cuartetos con las mismas rimas, en las que según los puristas la inicial debe hacer una suerte de par de bocadillos con la siguiente, y dos tercetos de libre combinación además de contener una historia completa. No quiere decir que si las reglas se incumplen el verso sea malo; pero puestos a aceptar el desafío puede valer la pena intentarlo del todo.
La preceptiva dice que los cuartetos muestran el tema, el primer terceto prepara la conclusión y el último la remata. Estamos hablando de palabras mayores, en las que, aunque sea contra sí mismo, uno se juega el prestigio. Desde luego cualquier tema sirve. En materia elevada podíamos sacar de ejemplo ese que empieza “No me mueve mi Dios para quererte / el cielo que me tienes prometido”; pero, para demostrar que cabe usarlo con garbo hasta para la parodia, veamos éste de Luis de Tapia, disconforme con que al general Primo de Rivera lo hubiese investido doctor honoris causa la Universidad de Salamanca:
“No me mueve, Miguel, para admirarte
la forma en que el poder has conseguido,
ni admiro esa parodia de partido
con el que ahora tratas de ampararte.
Tampoco admito tu destreza y arte
amordazando a un pueblo adormecido
ni admiro esa asamblea que has urdido
para que tenga siempre que aguantarte.
Admírote, Miguel, de una manera
tan ardiente, tan mística y sincera
que no conocerá tregua ni pausa
por tu insigne osadía y la frescura
de aceptar el birrete honoris causa
sin causa, sin honor y sin cultura”.
Tras lo cual vamos con la dura prueba del ejemplo propio, obviamente expuesto a ser zarandeado. Se va a ceder la palabra a cierto árbol, crecido por una situación especial:
La luna cenital mi fronda baña
ciñéndole su luz como un encaje.
Los muérdagos y acebos homenaje
me rinden ondulando su maraña.
No inquieta mi vigor la zarpa huraña
del cierzo que percute en el ramaje,
que es honda mi raíz, potente anclaje
que oprime el corazón de la montaña.
Desfilan con fulgor de mármol viejo
los druidas susurrantes en cortejo
y Norma blande ya la hoz votiva…
¡Y yo volveré a ser cartón pintado,
de nuevo un árbol más del decorado,
en cuanto se termine Casta diva!
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