
07 Jun CUANDO LA PARCA SE VISTE DE MUSA
CUANDO LA PARCA SE VISTE DE MUSA
No es éste un sitio para contar anécdotas del despacho; pero hagamos una excepción con ésta, que no es demasiado graciosa: tras firmar una sociedad dos señores uno de ellos empezó a preguntar: “Y ahora qué pasa si salgo de viaje…”, amagó señalarse a sí mismo y apuntando el dedo hacia el otro rectificó: “… y se muere éste”.
Obviamente cabe que un socio viaje y mientras tanto el otro se muera, pero parece igual de elemental que no le gustaba ser el sujeto del verbo ni siquiera como hipótesis de trabajo. Y es que a todos nos consta que lo acabaremos siendo, pero, como dijo aquel fumador a quien advirtieron que el tabaco era un veneno lento, “y yo qué prisa tengo”.
Resulta inevitable que esta resistencia se traslade a la poesía moderna.
No era el caso de la literatura de otros tiempos, por ejemplo del barroco, a cuyos autores imaginamos siempre escribiendo con una calavera sobre la mesa o en la otra mano –sí, como Hamlet; aunque desengañemos a quien crea que iba diciendo eso de “ser o no ser”-. Por eso podían escribir cosas como:
“Ven muerte tan escondida
que no te sienta morir
porque el placer de morir
no me torne a dar la vida”
(parece que de Lluis Escrivá, tomando la idea de Manrique, aunque otros, incluido Lope, se lo fueron apropiando). Desde luego mejor que la versión moderna: (sigue el nuevo)
Ven muerte sin disimulo,
Que yo te vea venir,
A ver si consigo huir
Y que te den por el …..
Siga otro ejemplo:
“Vivo sin vivir en mí
y tan alta vida espero
que muero porque no muero”
(en efecto, Santa Teresa la de aquí, no de Calcuta), o del propio Manrique, que además de homenajear a su difunto padre sabía hablar del final propio:
“No tardes, muerte, que muero,
ven porque viva contigo,
quiéreme pues que te quiero”.
Luego los autores se fueron retrayendo; aunque todos los tiempos, menos en éste, se han escrito obras maestras sobre el tema. Véase “Si la muerte quisiera”, de Alfonsina Storni –todavía más dramático porque sabemos que ella acabó buscándola; señal de que jugar con el asunto puede resultar más peligroso de lo que parece-. O, en un tono muy distinto, las conmovedoras “Cartes d’un soldat” de nuestro Teodoro Llorente. Ya sabemos que no es él quien está herido en un hospital de campaña, pero la primera persona nos lo hace sentir como si lo fuera.
A cambio muchos poetas muy buenos eligieron versar sobre determinada muerte ajena, que en muchas ocasiones nos han hecho sentirla como propia. Sin el menor ánimo de ser exhaustivos y ciñéndonos al idioma castellano, puede curiosear quien no los conozca los versos de León Felipe sobre la niñita muerta –“Qué lástima”, se titulan-, o la Elegía por Ramón Sijé de Miguel Hernández –“Yo quiero ser llorando el hortelano…”; o el impresionante “El embargo” de Gabriel y Galán; o el llanto lorquiano por el torero Sánchez Mejías –el de “Eran las cinco en punto de la tarde”, que encima parece que se corresponde con lo que pintó Picasso antes de dejar que lo llamasen el Guernica-.
Sólo en tiempos recientes tres fenómenos cumulativos han alejado el tema. Uno es el horror a la trascendencia, en el tercer sentido que le da el Diccionario –“aquello que está más allá de los límites naturales”, y obviamente no se refiere a los superpoderes de los héroes Marvel. Otro, el repudio de muchos lectores potenciales, porque negarse a oír mencionar la muerte es una forma de optar por la inmortalidad, por ineficaz y hasta cutre que sea. El tercero, que para hacerlo seriamente puede requerirse más nivel del que se alcanza en un taller de unas cuantas horas.
Y sin embargo todos los ejemplos citados corresponden a la Poesía con mayúsculas, en el sentido de Arte con el mismo comienzo. Conforme a la obligación asumida de predicar con el ejemplo, vamos a bajar súbitamente el nivel –de paso demostramos que tratar la muerte puede ser sólo cuestión de audacia- aportando algo de cosecha propia.
Caronte, el barquero griego de los muertos, no tiene buena fama entre los aficionados a la mitología y con bastante razón. Sin embargo, quizá merezca que le dejemos explayarse:
Un día en la tiniebla calinosa
que baja en el temprano anochecer,
flotante entre la bruma y silenciosa
verás mi proa negra aparecer.
No soy amigo tuyo ni enemigo,
tan sólo desempeño mi deber.
Me toca asegurar que irás conmigo.
También que nunca más podrás volver.
Me han dado muchos títulos los hombres.
Ninguno, sin embargo, es verdadero.
Da igual; de cualquier forma que me nombres
no puedes desviar mi derrotero.
Y el tuyo, ¿qué más da? Cuando yo estibo
no anoto quién es cada pasajero,
ni si hizo el mal o el bien mientras fue vivo,
ni qué puede esperar tras el lindero.
Hay muchos que aseguran que es temprano
al ver mi sombra erguida ante su puerta.
Quizá no han entendido que a mí en vano
se intenta convocarme a fecha cierta.
¿Huir lejos de mí? Por donde vaya,
su ruta ha de acabar en mi cubierta.
¿Guardarse tras cerrojos? No hay muralla
que al roce de mi voz no quede abierta.
¿Qué puerto encontrarás? Poco me importa.
Me incumbe nada más la travesía.
La clase de equipaje que transporta
tu mísero baúl no es cosa mía.
No canses a mi oído indiferente
con quejas si tu alforja está vacía.
¿O acaso no sabías ciertamente
que habías de embarcar conmigo un día?
Te consta que en el mismo nacimiento
cargaste con la tacha de deudor,
al cual le queda oculto el vencimiento
mas no que llegará ni su rigor.
No entiendo pues que al darte la acogida
a bordo hagas visajes de terror.
No fui quien puso el término a tu vida.
Yo soy sencillamente el cobrador.
No Comments