
05 Feb SOBRABA SITIO EN ATENAS
SOBRABA SITIO EN ATENAS
Hasta hace un par de años una suerte de recurso dialéctico fácil consistía en empezar “mal de muchos…” y completar, en vez de “consuelo de tontos”, diciendo “epidemia”. Teníamos eso de la pandemia por un término raro, restringido a áreas muy técnicas. Hoy, y supongo que durante bastante tiempo, nos costaría usar cualquier palabra de esa familia para cualquier variante de humor.
Ahora que está pasando, si es verdad que está pasando -la voz en cualquier telediario añadiría al momento “pero hay que mantener la cautela”; pues eso-, y aunque sea, aquí sí, como consuelo de tontos, sí que puede ser conveniente asomarnos a cualquier tiempo pasado. Veremos cómo desmiente ese dicho de que fue mejor.
La mención más recurrente para estos casos suele ser la peste. Tampoco hay que menospreciar otras epidemias de la antigüedad, algunas no tan lejanas; y conste que no se les llamaba pandemias porque el resto del mundo quedaba muy lejos y la gente sólo se enteraba de las cercanías. Tifus, viruela, cólera han quedado ahí como vocablos nada recomendables y nuestra gripe de siempre, que es en lo que esperamos que se convierta el visitante actual, ha recibido a lo largo del tiempo diversos apellidos -algunos, como el de española, sin nada que ver con el verdadero origen- todavía peores para los destinatarios.
Sin embargo, para calificar a alguien muy malo no le decimos “eres un tifus” o “eres un cólera”, sino “una peste”.
Y es que cuando ésta pasaba era casi más fácil contar los que habían quedado vivos. Se calcula que la negra -hoy estaría feo llamarla así, pero es que volvía de ese color a los infectados– se llevó a un tercio de la población europea; y la del tiempo de Justiniano a una cuarta parte, pero arruinó el Imperio bizantino e incorporó al equipaje al emperador.
Y es que, ahora que sabemos lo que supone volverse aprensivos cada vez que nos escuece un poco la garganta o la frente nos parece más caldeada de la mano, podemos imaginar de verdad cómo sería el despertar de cualquier habitante de una ciudad atacada por la plaga. Lo primero tocarse las axilas. Vaya, parece que no hay bubas. Después buscar el espejo. Pues tampoco me ha salido una mancha. ¿Y la fiebre? Me noto tan caliente que, si ya los hubiesen inventado, para medirla necesitaría dos termómetros, pero igual me lo estoy imaginando. Total, que parece que hoy también sobreviviré.
Reconozcamos que el estrés tenía que ser tremendo. Además en el ambulatorio no te cogían el teléfono, primero porque tampoco lo habían inventado y segundo porque ni siquiera había ambulatorios. Podía venir el médico a tu casa; pero, con esa máscara en forma de pico enorme, también era factible que te matara del susto sin que llegase a intervenir la enfermedad.
Total, que el Covid-19 es una pesadilla, pero si miramos hacia atrás igual ya no nos parece tan malo.
Sin embargo, como estos posts de cada no se cuántos meses son, se supone, complementos de las libros en versión e-book -recordemos: www.librosjoaquinborrell.com-, la peste de la que quiero hablar se relaciona con esa trilogía -qué le voy a hacer si así se llama al conjunto de tres obras que forman una unidad, en este caso La esclava de azul, La lágrima de Atenea y La daga de zafiro– que protagoniza el exquiriente -o sea detective- Diomedes.
Quienes las conozcan sabrán que el protagonista suele contraponer con añoranza las angustiosas calles de Roma, repletas de transeúntes, a los despejadísimos espacios libres de Atenas. También que echa la culpa al tribuno Sila, que una generación antes había perpetrado una matanza de atenienses con la eficacia práctica que solía caracterizar a los generales de Roma.
Es natural que se lo atribuya, por la manía que tiene a los romanos, y desde luego fue una masacre espantosa. Sin embargo la despoblación de Atenas puede achacarse a otros fundamentos. La decadencia, por supuesto -ay de aquellos tiempos en los que Sócrates, Pericles, Sófocles, Fidias y Aristófanes, de lo mejor de la filosofía, la política, la tragedia, la escultura y la comedia, podían saludarse, y seguro que lo hacían, cruzándose por la calle-; pero la peste ocupa un lugar principal.
La peste llegó a la ciudad en el 430 a.C., de modo que los cinco prohombres citados tuvieron ocasión de conocerla. Bueno, Fidias no, porque había muerto un año antes; y Pericles demasiado bien, ya que lo mató la epidemia. El momento no pudo ser peor, si es que hay buenos momentos para estas cuestiones, porque coincidió con un trance muy apurado en la Guerra del Peloponeso.
Y como llevo ya demasiados renglones y con la peste propiamente dicha, la de Atenas, aún no he empezado, continuará en el siguiente post.
Joaquín Borrell
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