
29 Oct SI LAS MUJERES MANDASEN – I –
SI LAS MUJERES MANDASEN – I –
Casi todos los jóvenes de hoy tendrán la zarzuela, si saben que existe –más allá de la residencia real y la de mariscos-, por un artículo bien precintado en el baúl de los recuerdos. Habría que explicarles que sus canciones integraban el bagaje principal del canturreo de los bisabuelos. Entre ellas ese coro de “Gigantes y cabezudos” que empieza “Si las mujeres mandasen en vez de mandar los hombres” y sigue “serían balsas de aceite los pueblos y las naciones”.
Parece una suposición bastante optimista. El último medio siglo de la humanidad ha conocido un buen número de mujeres al mando y ya hemos visto lo poco que vacilaban a la hora de enviar a la escuadra para replicar a un desafío –Thatcher-, o de atacar el Pakistán para forzar la independencia de Bangla Desh –Indira Gandhi-, incluso, en otro tipo de contienda menos cruenta, imponer la cianosis a las economías europeas del sur porque el poder adquisitivo de los ahorradores era intocable –Angela Merkel-.
Que pregunten a los rohinyas, etnia minoritaria en Birmania, si asocian las balsas de aceite con Aung San Suu Kyi, que encima fue premio Nobel de la paz.
La situación no mejora mucho si miramos hacia atrás. Por ejemplo al tiempo de las monarquías absolutas. Pocas mujeres accedieron a los tronos, pero desde luego las que lo hicieron no inspiraron para nada su conducta en las mencionadas balsas. Por no citar sino los ejemplos más notorios, véanse la conducta de Isabel la Católica con los musulmanes de Granada y con los judíos. O, en Inglaterra, las barbacoas de protestantes y católicos que organizaron sucesivamente María Tudor y su hermana Isabel. O, sin cambiar de país –al menos aquí la monarquía era ya parlamentaria-, la continua expansión colonial a cañonazo limpio durante el larguísimo reinado de Victoria.
Puestos a dar algo de razón a “Gigantes y cabezudos”, tal vez haya una consideración importante. En todos los ejemplos citados –hablo de los más antiguos; pero tal vez el argumento sirva también para los recientes- el ejercicio del poder por una mujer representaba una anomalía, asociada por el tópico a la debilidad de carácter y al sentimentalismo. Dado lo mal que se avienen estas cualidades con la política, quienes se encontraban en esa situación se veían forzadas a desmentirlas, aplicando la misma dureza que los hombres o, como suele suceder cuando media una comparación, superándola. Otra cosa es que en algunos de los ejemplos citados se diría que lo hacían muy a gusto.
Si nos vamos más hacia atrás, ciñéndonos a la historia convencional, la situación no mejora. El problema es que aquí se funden la crónica y la leyenda, con figuras como Semíramis, reina de Asiria –y de media Asia y parte de África, que invadió y sometió-, o Hipólita, reina de las amazonas, esas guerreras aficionadas a la mastectomía porque el arco se apunta mejor si falta un pecho.
Tal vez la situación cambiase si todavía viajásemos más lejos en el tiempo. Robert Graves fue un autor ejemplar de novela histórica –“Yo Claudio” y “Claudio el dios” son referencias prácticamente imbatibles en el género-, lo que no significa que haya que tomar sus teorías al pie de la letra. Él estaba convencido de que la historia de la humanidad conoció un giro radical iniciada en Grecia, unos cuatrocientos años antes de nuestra era. Unas tribus nómadas dedicadas a la ganadería irrumpieron desde el norte, tomaron el poder e impusieron su modelo patriarcal de sociedad, en la que el hombre rige y la mujer obedece, en sustitución de la matriarcal que regía hasta el momento.
Graves lo complicó un poco más con su teoría de la Diosa Blanca, la deidad primordial que los invasores reemplazaron por el panteón olímpico –recordemos, aunque sea una obviedad, que en estricta teología cristiana Dios no tiene género, por mucho que los artistas se hayan empeñado en dibujarlo con un señor barbudo-. Dejando aparte esas elucubraciones, desde el punto de vista de la creación literaria resulta sugestivo imaginar una sociedad en la que, tal vez como secuela de aquel matriarcado atávico, las mujeres gobernasen por derecho propio y no por obra del azar.
¿Cómo sería esa sociedad? A la hora de configurarla resulta muy difícil apartarse de los estereotipos. Además, para hacerla creíble en la historia y si queremos evitar que las demás naciones de la época la considerasen una aberración, tal vez conviniese fijar un punto medio:
Las mujeres reinan, con amplios poderes, pero el entorno de sus decisiones es predominantemente masculino.
La opinión queda sujeta a cualquier enmienda, incluso a la totalidad; pero creo que fundamentalmente nos hallaríamos ante una sociedad donde el poder sería mucho más empático. Significa que se haría partícipe de la situación de quienes recibieran sus efectos. Las emociones compartirían además el protagonismo con los datos, en un equilibrio sin duda difícil pero no imposible de mantener. Los beneficios para las clases desfavorecidas, desde los pobres hasta las minorías –dejemos a un lado a Isabel la Católica-, serían evidentes.
Según ha ido la historia, resulta obvio que entre dichas clases desfavorecidas se encontrarían las mujeres. Históricamente no les ha ido mucho mejor cuando ha mandado una de ellas, pero ya hemos dicho que en este supuesto teórico las reglas cambian. En siglos anteriores no sería nada fácil que consiguiesen la igualdad, jurídica ni fáctica; pero sí que habría muchas cuestiones –libertad de decisión en asuntos personales, protección ante la brutalidad, oportunidad de promoción- en las que las mejoras serían evidentes.
La cuestión parece interesante. Ganando un poco de perspectiva y aplicando la libertad creativa, habrá que desarrollarla…
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