PODER DE DAR VIDA O MUERTE

PODER DE DAR VIDA O MUERTE

 

PODER DE DAR VIDA O MUERTE

 

Poder de dar vida o muerte… Ya sé que suena tremendo, en especial si concretamos que es sobre las personas –se vuelve menos dramático si hablamos de una granja o una piscifactoría, salvo que uno sea una trucha o un pollo-. Se diría que aludimos a un tirano de otro tiempo o más bien incluso a una divinidad. Y sin embargo los escritores de ficción lo ejercen sobre sus personajes, sin más límites que los impuestos por la trama y sin ningún problema con la autoridad.

 

Puede pensarse que hablo de los escritores buenos. Pues no, los malos también. Incluso pueden usarlo más libremente, puesto que, salvo que la editorial los mime mucho, tendrán menos lectores y por tanto se reducirá su esfera de responsabilidad. Aunque ceñida al plano artístico, ésta puede volverse muy grande si la obra reúne un número estimable de seguidores. Ampliando un poco la esfera, de los libros a las series de televisión, recordemos la indignación por ese salto al abismo de Antonio Resines en Los Serrano –que se explicase mediante un sueño lo acabó de estropear-, o la decepción de muchos seguidores de Juego de Tronos al ver que a Cersei Lannister la mataba un simple derrumbamiento, encima a oscuras.

Visto desde la óptica del agente activo, matar a los personajes implica una grave responsabilidad; aunque se trate de un caballo, y el llanto de algunos de mis hijos por el protagonista de La Saga del Indomable me sirvió en su momento de lección. Y sin embargo muchas veces hay que decidirlo, no necesariamente de forma indolora. Aunque, salvo que el autor tenga mala entraña, en el fondo intentemos suavizarla, al menos en cuanto a las palabras elegidas para narrarlo.

Vamos a buscar una variante mucho más positiva: el poder de dar la vida, en principio también un atributo divino –a veces con la ayuda de una clínica de fertilidad-, que sin embargo también queda al alcance de los escritores buenos y malos. De hecho, hay una vida nueva cada vez que un personaje aparece por primera vez en una novela, aunque se trate de un nonagenario.

Si el autor se merece algún respeto ese ser tiene un nombre, y unas características físicas y morales, y una historia detrás. Ha salido de nuestra cabeza, como Atenea surgió de la de Zeus armada y todo, y nos obliga al ejercicio de una suerte de paternidad responsable.

Consistente, en estos casos, en que sus dichos y hechos sean acordes con la personalidad que le hemos dado. Si no lo conseguimos alguien deberá desaparecer, sea el personaje de la trama o – por desgracia esto ocurre menos veces- el escritor del oficio.

Obviamente las ocasiones para hacer una cosa u otra, dar la vida o arrebatarla, dependerán del género –Umberto Eco aseguró que había escrito El Nombre de la Rosa porque le apetecía ahogar a un fraile en sangre de cerdo; pero la madre de Bambi o Mufasa certificarán que la parca acecha donde menos se la espera- y del tiempo de vida supuesta que abarque la narración.

Dicho lo cual toca retomar el modo Umbral, ése de estoy aquí para hablar de mi libro; en realidad de mi serie de libros, porque El Tiempo del Azabache no es más que el primer vagón de un tren estimablemente largo que se llama La Estirpe del Lince.

Imaginemos un reino; inexistente, aunque sobra la aclaración, porque si existiese no hablaríamos de novela sino de historia. Tiene un poco más de ochocientos años de antigüedad y nos proponemos contarlos todos. En realidad, el proyecto aún puede sonar más amenazador, porque se amplía a unos precedentes de más de un milenio.

Lógicamente la historia de ese reino va a tener muchísimos protagonistas. Principalmente sus reinas, porque, adelantemos, en Alimnara y en virtud de una norma antiquísima, heredada de una tribu ibera, sólo pueden heredar la corona las mujeres que procedan de línea de mujer. Van a ser setenta y tantas entre 1215, donde se data el comienzo de la crónica, y nuestros días; pues cerca del final del último volumen estarán la pandemia, esperemos que también la vacuna, y una guerra con España que ha acabado con la reina Letizia dentro de un castillo del que no le dejan salir.

Pero, como es natural, esas reinas tendrán familiares, maridos –no va a ser una posición envidiable-, colaboradores y enemigos; y el reino alumbrará héroes, villanos, inventores y artistas además de gente corriente, todos coprotagonistas; pues el empeño es hacer un gran fresco que narre, si el propósito no es demasiado ambicioso, cómo nace y se desarrolla un ente vivo llamado país.

Si tomamos un promedio de vida hábil de, digamos, veinticinco o treinta años –fuera de la familia real, es difícil hacer cosas para la historia antes de cumplir los dieciocho; y la expectativa de vida durante todos esos siglos no pasaba de cincuenta-, significa que a lo largo de la Estirpe del Lince muchísimos personajes van a nacer, reproducirse y morir. Significa que, puesto a hacer de sucedáneo de Dios, el autor va a tener muchísimo trabajo.

Si la perspectiva personal interesa a alguien, diré que es un trabajo precioso; porque, se haga bien o mal, crear –gente, situaciones, instituciones, en definitiva un mundo- es una de las actividades más gratificantes posibles. Aunque sea para nada.

Y, de nuevo suponiendo que la oferta genere algún interés, esta superabundancia obliga también a dirigir una advertencia muy seria al lector: si acomete La Estirpe del Lince –ya hemos dicho que el Tiempo del Azabache es el comienzo-, debe tener muy presente en todo momento que nadie le va a examinar. No se expiden títulos sobre Historia de Alimnara, ni su conocimiento da créditos. Si algún dato debe ser retenido en la memoria, ya se encargará el autor de refrescarlo; y si no lo hace de forma tempestiva se ganará que lo consideren un maleta.

El tiempo va a discurrir rápido, a unas tres páginas por año y en cada uno de éstos van a suceder varias cosas. Incluso tal vez demasiadas, porque ningún país había resistido semejante ritmo en su historia. Pero es que, si al autor le resulta lícito matar a sus personajes cuando convenga, lo que en ningún caso puede tolerársele es que mate a sus lectores de aburrimiento.

 

Próximamente…      LA ESTIRPE DEL LINCE – EL TIEMPO DEL AZABACHE

 

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Joaquín Borrell

lynx@librosjoaquinborrell.com
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