
08 Nov ME JOROBAN LOS JUSTOS
ME JOROBAN LOS JUSTOS
Aunque muchos la tienen por un invento franquista, la Ley de Vagos y Maleantes fue promulgada por las Cortes de la República en 1933. Contra lo que parece indicar el primer término, no tenía nada que ver con la escolaridad de su tiempo. Listaba una serie de conductas que, sin ser delito, inducían a pensar que acabarían en él; con inclusión de los vagos habituales, además de, entre otros, mendigos, ebrios igualmente habituales y “los que observen conducta reveladora de una inclinación al delito”, todo lo cual conducía al internamiento del sospechoso en una especie de campo de concentración. El régimen franquista añadió a los homosexuales.
En 1970 la norma se convirtió en la Ley sobre peligrosidad y rehabilitación social y formalmente no quedó derogada hasta 1995, aunque no consta que se aplicase nunca en época constitucional.
Parecía que, afortunadamente, en la sociedad actual no hay espacio para este tipo de prevenciones. Vista la deriva política mundial, convendría empezar a abandonar esta seguridad, aunque varíen las conductas sospechosas. De lo que se trata aquí es de recordar el precedente griego, que lo hay como para casi todo: la institución del ostracismo, que tan generosamente se aplicó en Atenas.
Como en la Ley de Vagos, el sujeto pasivo aún no había hecho nada malo. Simplemente se le estimaba como un peligro para la soberanía del pueblo, para lo que servían razones muy variadas: lo que hubiese opinado, lo que previsiblemente podía seguir opinado, sus relaciones e incluso su predicamento personal. Cada año los candidatos eran presentados a la asamblea. Si la votación salía adelante, se procedía a una segunda ronda ante la llamada asamblea general –6000 votantes como mínimo-. Si ganaba el sí el candidato tenía diez días para hacer las maletas y diez años por delante hasta poder regresar, aunque no perdía ninguno de sus derechos ciudadanos.
La palabra OSTRACISMO viene de que para votar se escribía el nombre en una concha de ostra, aunque también valía un pedazo de cerámica.
No hace falta mucha imaginación para trasladar la institución al mundo actual, donde las ostras y las cerámicas quedarían -¿o están quedando?– sustituidas por likes en facebook, SMS –“si quieres desterrar a Fulano, envía Fulanosí”- o mensajistos de whatsapp. En aquellos tiempos el destierro sólo podía ser físico, porque no había otra clase de realidades. Hoy en cambio el ámbito de la virtualidad y demás variantes de la técnica moderna ofrecería un amplio repertorio en la materia.
El debate se plantearía más bien sobre quiénes son esas personas peligrosas que deben ser objeto de apartamiento; y en este sentido puede ser interesante regresar a los antecedentes de Atenas. Arístides era un político del siglo V A.C., conocido –cabe suponer que por sus partidarios- como el Justo. Según una anécdota muy extendida, aunque hay quien la pone en duda, cuando iba hacia la asamblea que había de votar su ostracismo uno que no le conocía ni sabía escribir le acercó la concha y le pidió el favor de escribirle el nombre. Cuando Arístides le preguntó por qué quería que lo desterrasen contestó: “Porque me joroba que le llamen el justo”.
Hablando de esa evolución social antes citada –Ortega y Gasset la clavó en “La rebelión de las masas”, aunque lógicamente no pudo prever el factor tecnológico-, lo preocupante no es que puedan resucitar los mecanismos preventivos e incluso la institución del ostracismo.
Es que la mayoría del electorado razone como el votante del episodio.
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