
01 Nov LOS CÉSARES MALOS
LOS CÉSARES MALOS
Aunque alguien ha jugado a imaginar una revista Ave!, que era el Hola! de los romanos, informando puntualmente de las actividades privadas de su familia imperial, lo cierto es que las noticias de esta clase no quedaban directamente guardadas para la posteridad.
Hay alguna excepción como la de Procopio, un historiador bizantino que tuvo la desfachatez de escribir a la vez la crónica oficial y la que llamó Historia Secreta, en la que ponía a caer de un burro al emperador Justiniano, a su esposa y a sus generales.
Sus cotilleos nos han llegado porque los escondió y no se editaron hasta mil años más tarde; pero en todos los casos semejantes, que seguro que los hubo, no se conservó el texto ni, como dirían Les Luthiers, tampoco al autor.
Forma parte del saber general que Tiberio se dedicaba a la pornografía activa en Capri, por cuyos acantilados lanzaba a quien le llevaba la contraria; que Calígula nombró cónsul a su caballo y que tras formar a las legiones en la playa para conquistar Britania no las embarcó porque hacía mal tiempo, pero mandó azotar el mar y se organizó una entrada triunfal para celebrar las pechinas que habían cogido; que Mesalina, la esposa de Claudio, desafiaba a las campeonas de los burdeles a ver por cuál pasaban más hombres en una noche y encima ganaba por goleada.
El Nerón que ha quedado en el recuerdo es Peter Ustinov llorando de emoción por sus propios versos malos mientras urde infamias para poder torturar cris
tianos, igual que Calígula tendrá para siempre el aspecto de John Hurt marcándose un baile disfrazado de divinidad rubia, o Cómodo será Joaquin Phoenix haciendo trampas para ganar en el Coliseo. Robert Graves logró convencernos de que Claudio era tartamudo pero no tonto, a pesar de lo bien que se lo hacía Derek Jacobi; pero a cambio consiguió elevar a Livia al estrellato de las supermalas, por encima de Cruella o de Maléfica.
Sin duda es divertido imaginarlos así y no parece que el daño a su reputación como personas de carne y hueso preocupe mucho a estas alturas. El propósito de estas líneas no es en modo alguno reivindicarlos, sino expresar cierta perplejidad. Desde los tiempos de Tiberio, por citar un ejemplo de lo que nuestro Eugenio llamaría un bandarra, el Imperio Romano duró cuatrocientos años, mil más si lo consideramos trasladado a Constantinopla.
Durante ese periodo siguió dominando el mundo de su tiempo y fijando sus bases jurídicas, innovando las técnicas y determinando los conceptos básicos de la convivencia.
¿De verdad es posible hacer todo eso bajo el mando autocrático de una cuadrilla de sujetos tan deplorables, por pervertidos, por ridículos o por la combinación de ambos factores? La historia, incluso la más reciente, demuestra que un país puede subsistir con un mandatario impresentable; pero hay límites que físicamente no pueden ser superados y, si nos fiamos de las noticias recibidas, los emperadores citados los rebasaron olímpicamente.
Lo cual lleva a considerar que casi todas las noticias de esa índole -dejando al margen a Cómodo- nos vienen de los Doce Césares de Suetonio; que éste era un moralista, convencido de que la narración de los vicios, mejor cuanto más morbosa, es el mejor estímulo para evitarlos –enseguida veremos que al menos en un caso le salió mal-; y que escribió en tiempos de Adriano, cuya dinastía no tenía nada que ver con las criticadas; al contrario, más bien le convenía resaltar lo bien que habían hecho al expulsarlas.
Total, que deberíamos relativizar un poco todas esas maldades. Nos sobran los ejemplos sobre cuestiones bastante mejor conocidas. Por citar uno, Felipe II no fue en modo alguno un modelo de tolerancia e ideales democráticos, sobre todo porque en su época no existían; pero si comparamos su figura real con el tiranuelo histérico y parricida que pintó Schiller, musicó Verdi y dan seguramente por bueno muchísimos europeos y hasta españoles, por ejemplo los amigos de Puigdemont, el resultado es el de una parodia bastante burda.
En cuanto a la mala influencia de Suetonio, Gilles de Rais fue un militar francés del siglo XV, compañero en las armas de Juana de Arco, pero también un asesino en serie practicante de casi todos las maldades que un guionista gore podría imaginar. En su proceso alegó que había inspirado su actuación en los Doce Césares, convencido de que si éstos habían sido tan malos y a la vez grandes él también lo podía intentar.
Si Suetonio se enteró, en los campos del Elíseo o donde haya ido a parar, menudo berrinche.
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