
17 Nov ¿GUERRAS CARLISTAS PARA DUMMIES? – I
¿GUERRAS CARLISTAS PARA DUMMIES? – I
Se está poniendo de moda esa colección que se autotitula de libros para dummies. En modo literal el término significa tontos, pero obviamente se trata de una broma. Más bien se refiere a explicaciones muy simplificadas, que permitan asimilar conceptos con rapidez sin necesitar un conocimiento previo.
Visto el tratamiento de la Historia de España en los actuales planes de escolaridad, plantearla para dummies –no hace falta decir que en el sentido indicado- puede ser una buena idea. Pues, aunque quienes lean el texto ya estén escolarizados, tal vez haga muchos años que perdieron el contacto con ella y agradezcan un repaso.
Por ejemplo, sobre las guerras carlistas. No se les solía hacer demasiado caso en los manuales de Historia de hace unas décadas e imagino que aún recibirán menos en este tiempo. Y sin embargo fueron importantísimas, hasta el punto de que siguen marcando buena parte del actual devenir español.
Por poner un ejemplo, el mapa de los municipios catalanes en los que gana sistemáticamente el muy secesionista partido PdCat coincide de forma notable con el antiguo territorio carlista, aferrado a sus especialidades más bien rústicas y hostil a cualquier clase de evolución.
Empezar por el origen parece obligado. Suele presentarse como una lucha dinástica, derivada de un embrollo jurídico: los carlistas entendían, como indica su nombre, que el infante Carlos –hermano del rey Fernando VII- era el heredero legítimo, porque las mujeres estaban excluidas de la sucesión, los otros que esa regla estaba derogada y que la corona correspondía a Isabel, la hija del rey, todavía en edad de pre-escolar. Se tendía a llamarlos cristinos por la madre de Isabel y regente, María Cristina –sí, la de “me quiere gobernar y yo le sigo, le sigo la corriente”-; y recordemos que de la pronunciación de la palabra por los vascoparlantes de la época, “guiristinos”, viene lo de guiri, que allí se aplicaba a los forasteros.
Hablaremos de ese embrollo. Sin embargo como introducción conviene dejar claro que el conflicto tiene raíces mucho más profundas.
Veamos. El siglo XVIII había sido el de una revolución. Tendemos a identificarla con la francesa, pero fue mucho más general: la ruptura ideológica con el régimen vigente, de la que nació buena parte del ideario –elección de los gobernantes por el pueblo, igualdad ante la ley, supresión de los privilegios por nacimiento, laicización del Estado– que la mayor parte de la sociedad occidental da por evidentes en nuestros días. Aprovechemos para recordar que, aunque hubiera excepciones, los partidarios del poder laico no eran para nada ateos. Simplemente en las cuestiones temporales pretendían poner a la Iglesia en su sitio propio, recordando aquello del Evangelio de “a César lo que es del César”.
La cuestión es que en la España de aquellos tiempos –la guerra empieza en 1835- eso solamente lo pensaban unos pocos. Los poderes del monarca se consideraban absolutos por definición, la Inquisición, que durante todo el siglo XVIII había hecho de freno a las ideas subversivas, se resistía a desaparecer del todo. Ahora nos quejamos del déficit educacional. Pues hay que imaginar cómo sería el de aquellos tiempos, cuando en muchas zonas la noción de escuela era una entelequia y leer y escribir seguía estando al alcance de muy pocos.
Dichas ideas habían entrado con las bayonetas por delante, llevadas como equipaje por la invasión francesa. Precisemos: no es que los granaderos de Napoleón fuesen unos demócratas convencidos –no hace falta hablar de sus mamelucos-. Más bien que la invasión rompió los diques; y que los ilustrados españoles, que no eran muchos pero sí muy entusiastas, dejaron de sentirse solos.
Al menos a nivel de élite política, por fin había prendido el Nuevo Régimen.
Nada que ver con la mayoría agricultora, en buena parte aldeana, convencida de que cualquier menoscabo al poder absoluto del rey y al orden establecido solamente podía proceder del mal. Como es sabido, los franceses fueron expulsados tras dejarse aquí buena parte del prestigio napoleónico –sin mengua del valor hispano, la verdad es que los británicos de Wellington tuvieron bastante que ver-. No tardaron en volver, cuando el golpe de estado liberal había convertido a Fernando VII en un rey constitucional y reconocido la soberanía del pueblo. Se les llamó los Cien Mil Hijos de San Luis –ni eran tantos ni San Luis tenía nada que ver-. Los mismos que los habían tiroteado y navajeado ocho años antes los recibieron con aplausos y gallardetes, porque venían a restaurar el absolutismo.
Conviene tener muy clara esta dicotomía –minoría ilustrada y constitucionalista, masa mayoritariamente analfabeta, refractaria a cualquier cambio- al situarse en los orígenes de la guerra. De aquí toca pasar a la personalidad de Fernando VII, que, si dejará paso al conflicto cuando se muera, habrá creado primero las bases teóricas para que estalle.
Será en la entrega siguiente, aunque hay tres caracteres que habrá que tener presentes: mandón, traicionero y cobarde.
… Continuará
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