GUERRAS CARLISTAS PARA DUMMIES – FIN

GUERRAS CARLISTAS PARA DUMMIES – FIN

 

GUERRAS CARLISTAS PARA DUMMIES – FIN

 

Toca rematar la serie con la tercera y última, según algunos, guerra carlista. Lo de última va por la teoría de que en buena parte la Guerra Civil de 1936 fue la cuarta, esta vez victoriosa para ellos aunque no les valiese para sentar a nadie en el trono.

Incluso hay quien apunta a que el actual conflicto catalán, por fortuna sin guerra, tiene bastante que ver con la subsistencia de aquellas pulsiones.

La tercera empezó en 1872. Hacía veintitrés años desde el final de la anterior, lo que implicaba un relevo generacional en los entusiastas y en los mandos. A título de ejemplo Ramón Cabrera, que hasta entonces siempre había estado dispuesto para los zafarranchos, dijo que era un intento perdido y se quedó con su rica mujer inglesa.

También el pretendiente había cambiado. En 1860 Carlos con vocación de sexto, conde de Montemolín, se había hecho con el mando de cuatro mil hombres en Mallorca y desembarcado espectacularmente en San Carlos de la Rápita. Resultó que sus tropas no sabían a lo que iban y al enterarse lo entregaron directamente a la policía, que volvió a expulsarlo de España.

Siguió la abdicación, muy propia después del papelón realizado, y su reemplazo por su tío Juan, supuestamente tercero. Resultó que este era legítimo pero liberal, lo que suponía lo peor del mundo para un carlista; de modo que le convencieron para que abdicase también a favor de su hijo Carlos.

Quien realmente movía todos estos hilos era una señora de armas de tomar, la duquesa de Beira, viuda del primer pretendiente Carlos –por tanto abuela del vigente-, a la que nada ni nadie podía desanimar.

Para entender el alzamiento, con Carlos VII al frente, conviene pararse en el estado de España en 1872: un desastre todavía mayor que el del resto del siglo. Amadeo de Saboya ocupaba el trono con la mejor intención pero sin que nadie le hiciera caso, los monárquicos de siempre tramaban el retorno de Isabel II –pocos, porque ya no había quien la aguantase- o de su hijo Alfonso, la Primera República asomaba en el horizonte, el cantonalismo amenazaba con convertir el país en una suerte de macedonia hecha de pedacitos de fruta.

Añadamos un elemento fundamental para la ideología carlista: un anticlericalismo creciente, en buena parte fruto del error garrafal de muchos eclesiásticos empecinados en mantener el antiguo régimen.

Total, que la conspiración prendió con fuerza en los lugares de siempre: País Vasco y Navarra rurales, norte de Cataluña y Maestrazgo, con partidas aisladas en el resto de España.

Los voluntarios eran los nietos de los de la primera guerra y no tenían más fuerza –en realidad menos- pero el enemigo era mucho más débil, proporcionalmente hablando, que el de antes.

Y es que durante los tres años de guerra todo se juntó para estorbar una respuesta eficaz: la abdicación de Amadeo I, una República accidentadísima con cuatro presidentes en un año –y, dicho en términos modernos, bastante más progre de lo que toleraba el país-, motines obreros y sobre todo la rebelión cantonal, que empezó con la independencia de Cartagena y se extendió por Murcia, Valencia y Andalucía con un rosario de declaraciones semejantes. Por cierto, el general Martinez Campos ordenó bombardear Valencia y le obedecieron eficazmente; aunque los barceloneses de hoy crean que, porque lo hiciera Espartero en el 42 –lo mismo hizo en Sevilla- tienen la exclusiva.

Por lo demás la guerra calcó el esquema de la primera: mucha pequeña batalla heroica y pocos acontecimientos decisivos, dispersión de escenarios, extinción progresiva de unos focos al tiempo que se encendían otros. Eso sí, se fusiló bastante menos, lo que en cierta medida suponía un leve progreso racional.

Igual que aquélla, ésta acabó por agotamiento, con los protagonistas principales cruzando la frontera y el resto acogiéndose a un nuevo borrón y cuenta nueva. También tuvo que ver el golpe de estado iniciado por Martínez Campos en Sagunto –el bombardeo lo había dispuesto desde Xirivella- proclamando rey de España a Alfonso XII, que pasó por encima de los derechos de su madre sin que ésta lo hubiese consentido –la historia se repite casi siempre-. De nuevo en términos modernos el plan, que tutelarían Cánovas y Sagasta, implicaba un gobierno suficientemente de derechas para que muchos carlistas se tranquilizasen y no encontrasen sentido a continuar disparando.

    Y así acaba esta serie. Hemos intentado contarla sin buenos ni malos –aparte de algunos criminales declarados lo que sí hubo, y en ambos bandos, fue muchísimos torpes-. Está claro que además de las víctimas individuales, muy abundantes, hubo una gran perdedora. Obviamente hablamos de España, que consumió en estas querellas una enorme cantidad de energía sustraída al progreso. Bien que íbamos a notarlo en las décadas siguientes y, con bastante probabilidad, continuamos sintiendo esos efectos.

FIN

 

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Joaquín Borrell

lynx@librosjoaquinborrell.com
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