
13 Mar GUERRAS CARLISTAS PARA DUMMIES – VIII
GUERRAS CARLISTAS PARA DUMMIES – VIII
Al completar, casi en modo telegráfico, el resumen de la primera guerra carlista con el Abrazo de Vergara, quedó comentado que faltaban dos guerras más. En realidad la segunda fue una suerte de prolongación de la primera que, como ha ocurrido tantas veces en nuestro país, se había acabado mal.
Significa que en el norte de Cataluña, lejos del abrazo, unas cuantas partidas guerrilleras habían seguido operando, sin que nadie se propusiera seriamente acabar con ellas. No estaban mal vistas por el entorno -o, atendida la lejanía del poder central, nadie se atrevía a decir en voz alta que las veía mal-. Además, dado que el pretendiente don Carlos no parecía tener ninguna intención de volver, resultaba realmente difícil diferenciarlas de simples bandoleros.
Hacia 1846 don Carlos era ya historia, tras abdicar a favor de su hijo Carlos Luis -Carlos VI para sus partidarios, porque al padre lo consideraban quinto-.
Éste, más conocido como el conde de Montemolín, había intentado acceder al trono por una vía más pacífica: el matrimonio con su prima hermana Isabel II -está por ver que la cama de ésta fuese un lugar pacífico-. Precisemos que Montemolín es una bonita palabra que suena a isla romántica; pero corresponde a un pueblo extremeño cuya encomienda se había atribuido al padre.
Resultó que Isabel le dio, o le hicieron darle, calabazas y prefirió a otro primo, éste segundo, Francisco de Asís. No fue una buena elección así en abstracto -tampoco se sabe cómo le habría ido con Carlos Luis-. ¿El motivo?
Dejémoslo en que, según un testigo presencial, fue la primera noche de bodas en las que el camisón del novio llevaba más encajes y puntillas que el de la novia.
En efecto, el matrimonio fue un desastre y sus secuelas, por ejemplo la colección de amantes de la reina, convirtieron la política española de las décadas siguientes en un desastre mayor todavía. Sin embargo, no es esto lo que nos ocupa, sino como se lo tomaron los carlistas catalanes. A la tremenda, quizá porque tras lo de Vergara y los fusilamientos previos eran los únicos de su bando en condiciones de tomar las armas.
El levantamiento lo inició un sacerdote, Mosén Benet Tristany, al que don Carlos padre había nombrado mariscal de campo -los pluriempleos de esta clase no eran raros en la época-. Tomó Guisona, proclamó rey a Carlos VII y fue recorriendo localidades catalanas levantando a los adeptos a su paso. Su especialidad eran los ataques un poco antes del amanecer, cuando se supone que los enemigos están adormilados. Tan bien les fue en la práctica que en la historiografía catalana el conflicto se conoce como la Guerra dels Matiners, o sea de los Madrugadores.
Se suponía que el ejemplo iba a provocar levantamientos masivos en todos los frentes carlistas de la década anterior, es decir, el País Vasco, Navarra, el Maestrazgo y unos cuantos enclaves más. El general Cabrera, que andaba por Lyon, aceptó regresar, porque a su carácter no le iba que le contasen las matanzas, pero dejó claro que la causa estaba perdida de entrada. Carlos VII o Montemolín acudió también desde el exilio para cumplir con su parte. Lo detuvieron en la misma aduana y lo mandaron de vuelta.
Mientras tanto Mosén Benet ya había sido fusilado tras tomar Cervera. Bartolomé Porredón, llamado el Ros d’Eroles, que había sido el jefe guerrillero más destacado, ni siquiera llegó al paredón, porque lo mataron a bayonetazos en la cama. En vista de cómo se ponían las cosas, Cabrera cruzó la frontera una vez más -de ésta ya no volvió, tras preferir casarse con una heredera inglesa-.
Y la segunda guerra terminó, de forma muy poco lucida.
Como curiosidad cabe señalar que en muchos sitios el levantamiento carlista se alió con otro de signo radicalmente contrario, como era el republicano; aunque en la tirria al poder central todos estaban de acuerdo. La tercera Guerra Carlista iba a tardar veintitrés años, lo que significará un cambio completo generacional. Ya la contaremos…
… Continuará
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