GUERRAS CARLISTAS PARA DUMMIES – VII

GUERRAS CARLISTAS PARA DUMMIES – VII

 

GUERRAS CARLISTAS PARA DUMMIES – VII

 

Toca ir cerrando la Primera Guerra Carlista. Quedan dos más, pero van a resultar más breves. Incluso, según quedó apuntado, no es del todo descabellado hablar de una cuarta, que se inició en julio de 1936 y a la que llamamos simplemente Guerra Civil; ésta con la particularidad de que ganó el bando que perdió las restantes.

Todo el mundo estaba cansado a mediados de 1839. Los carlistas ya se habían dado cuenta de que nunca ganarían; aunque todavía eran muchos los que pensaban que podían hacerlo a base de resistencia, si el enemigo se cansaba antes que ellos. Para el mando gubernamental los carlistas se habían vuelto parecidos a esas infecciones de hongos que, por muchos antibióticos que se les echen, nunca acaban de desaparecer.

A base de victorias, combinar paternalismo con mano dura y un manejo muy hábil de la propaganda, el general Espartero se había convertido ya en el líder indiscutible del bando cristino. Entre los carlistas se había ido aupando otro general, Rafael Maroto; en su caso apoyado en las derrotas de sus compañeros, como esos entrenadores ayudantes que van ascendiendo conforme sus jefes son cesados. Los dos habían hecho juntos –y perdido, aunque no fuera por su culpa- la campaña que acabó en la independencia del Perú. Además los británicos seguían empeñados en hacer de mediadores, a través de sus marinos de guerra atracados en Bilbao. Las conversaciones, todavía muy secretas, empezaron a través del arriero Martín Echaide, que con su mula iba y venía entre los dos bandos.

Suena un tanto pintoresco, pero es que toda la guerra lo estaba siendo además de sangrienta.

Para preparar el convenio Maroto se hizo un poco más fuerte en su bando acusando de rebelión y por ende ejecutando a los generales carlistas que le podían llevar la contraria, principalmente Guergué, García y Sanz. Fueron los llamados fusilamientos de Estella, a los que don Carlos, que andaba con la moral bastante baja, no tuvo voluntad para oponerse.

El texto fue firmado el 31 de agosto de 1839. Resumiendo al máximo su texto, venía a decir que aquí no había pasado nada. Los carlistas sólo debían entregar las armas y reintegrarse a la vida civil o, si lo preferían, sumarse al ejército vencedor con los mismos grados que tuvieran. También podían exiliarse, con cuatro pagas por adelantado y derecho a las demás cuando volvieran.

Nótese la ausencia de mención alguna a don Carlos –que, en efecto, marchó al destierro enfurruñado- ni a su derecho legítimo a la corona,

tan indiscutible unos años atrás que había provocado la guerra. Otra de las grandes cuestiones en juego, la subsistencia de los fueros vascos y navarros que los liberales querían suprimir, quedaba remitida a las Cortes. Sin embargo su mera mención ya implicaba una voluntad tácita de mantenerlos.

Quienes en el año 2020 protestan de la desigualdad que los conciertos económicos generan entre los españoles ya saben dónde encontrar el origen.

En teoría el convenio sólo era aplicable a las fuerzas de Vizcaya y Guipúzcoa, porque en el bando carlista cada provincia hacía la guerra por su cuenta; pero resultaba obvio que, salvo en el caso de algunos recalcitrantes, el resto de los frentes iba a darlo por bueno. Faltaba escenificarlo; y en ese arte Espartero, desde entonces Príncipe de Vergara además de duque de la Victoria y de Morella, era un auténtico maestro.

Con tropas de los dos ejércitos formadas en la campa de Vergara, en muchos casos sin saber si era para tirotearse, Maroto y él avanzaron sobre sus caballos, juntaron las sillas y se fundieron en un abrazo. Siguió la fiesta de los soldados; pues, por firmes que sean los ideales, hay pocas cosas que alegren tanto como el final de una guerra para los supervivientes.

La guerra no acabó del todo con el convenio. En el sector del Maestrazgo el general Cabrera, que por entonces ya era a todos los efectos el Tigre, la continuó por su cuenta; pero se trataba de una causa oficialmente perdida y acabó aceptando una retirada honrosa hacia la frontera. Acabó en Inglaterra, casado con una aristócrata y llevando un vida de gentleman que casaba bastante mal con sus modales rudos –en su momento le veremos ceder a la nostalgia de los tiroteos-.

Los carlistas catalanes, que dominaban la zona norte del Principado, tenían más fácil cruzar la frontera. Las líneas se difuminaron, como sucedería en 1939, y la guerra se esfumó. Por el camino hubo ajustes de cuentas, algunos dentro del propio bando. A título de ejemplo, el aventurero francés a quien el rey Fernando VII había hecho Conde de España –de verdad se llamaba Charles d’Espagnac-, fue linchado por su propia escolta y arrojado al Segre con una piedra al cuello. La verdad es que como capitán general de Cataluña había hecho bastantes méritos, ejecutando a todo aquel que sonase a liberal y bailando –no siempre en estado sobrio- en torno a los patíbulos.

Así acabó la Primera Guerra Carlista; lo que desde luego no debe confundirse con el final del carlismo. Don Carlos, clamando contra la traición de Vergara, pasó también la frontera y se dejó instalar por el gobierno francés en Bourges, que coincide con el centro geométrico del país vecino. Seis años después, considerándose todavía el rey legítimo, abdicó en su hijo el conde de Montemolín, que pasó a llamarse Carlos VI. Acabó muriendo en Trieste como huésped, bastante olvidado, del emperador de Austria, que al principio de la guerra había sido uno de los que le habían reconocido.

No faltó mucho para que Carlos VI se convirtiese en rey efectivo, aunque fuese por vía matrimonial y no por medio de una guerra; lo que no significa que no se produjera ésta.

Lo veremos en la siguiente entrega…

                                                 … Continuará

 

 Libros relacionados: Hielo Rojo de Febrero

Joaquín Borrell

lynx@librosjoaquinborrell.com
No Comments

Post A Comment