
02 Mar GUERRAS CARLISTAS PARA DUMMIES – VI
GUERRAS CARLISTAS PARA DUMMIES – VI
Continuando con la serie, el post anterior se metió de lleno en la Primera Guerra; resumió su transcurso como un laberinto de marchas, contramarchas y escaramuzas, eso sí muy sangrientas. Tras referir un par de atrocidades como muestra y citar la embajada de Lord Eliot, que vino a pedir a los españoles que dejasen algún superviviente, prometimos que despacharíamos el contenido bélico con un par de empeños puntuales.
Pues a ello vamos. Empecemos por la llamada Expedición Real, que, como indica su nombre –siempre que se vea desde el lado carlista-, llevaba al Infante Carlos en sus filas.
Se trataba de abandonar por fin la montaña navarra y vasca, donde los carlistas eran fuertes, recorrer el país sumando adeptos a la causa y, por último, entrar triunfalmente en Madrid. Aunque costase un buen rodeo, la ruta debía pasar por Cataluña, que era donde había más partidarios capaces de enrolarse en la partida.
No es que la afluencia fuese millonaria –al contrario, los combates con las tropas cristinas que les salían al paso iban mermando la expedición-, pero entre esos refuerzos y los que Cabrera aportó en el Maestrazgo ante Valencia se presentaron dieciocho mil hombres, que suponían una cifra muy estimable, esperando que la ciudad abriese las puertas a don Carlos. No lo hizo; y en vista de que no había manera de tomarla la marcha continuó.
No lo hizo en línea recta, sino dando un rodeo inmenso porque el ejército de Espartero –sí, el del caballo- había salido en su busca y había que despistarlo-; pero el caso fue que en Madrid, donde se consideraba la guerra algo muy distante y ajeno, empezaron a estar preocupados. No tanto, sin embargo, como para que los partidos políticos se pusieran de acuerdo en organizar la defensa.
Total, que el pretendiente se encontró en las puertas de la capital en apariencia sin que casi nadie le estorbara el paso. Y sin embargo no entró. Para muchos analistas, a la larga habría perdido la guerra de todos modos, pero aquél fue el momento en el que quedó claro que nunca sería Carlos V de España –algún gracioso añadiría “y nada de Alemania”.
Los motivos se siguen discutiendo. Seguramente sus mandos pensaron que sí que había enemigos, si no inmediatos sí lo bastante cerca, a la vez que se daban cuenta que sin el apoyo del pueblo no tenían fuerzas suficientes para defender la ciudad. Con todo parece que lo que desanimó a Carlos fue comprobar que esas masas enfervorizadas que según su previsión le esperaban, para limpiar la impureza masónica y ser liberadas de la modernidad, no aparecían por ningún lado y que al que no le tenía miedo le resultaba bastante indiferente su causa. Luego supo quedar bien alegando que no quería destrozar una ciudad a la que tanto había amado.
Total, que la expedición completó su particular vuelta a España, esta vez por la ruta más corta, y todos los carlistas sin una mentalidad particularmente cerrada quedaron convencidos de que aquella guerra no la iban a ganar. Debían de ser muchos, porque todavía duró otros tres años.
El otro acontecimiento reseñable es el sitio de Bilbao; lo cual conduce a hablar, además, del principal héroe carlista y de otro de los motivos por los que su bando no ganó la guerra. Tuvo lugar dos años antes de la expedición, justo cuando los carlistas andaban ganando todas las batallas; eso sí, jugando en casa, es decir en las montañas del norte. Tomás de Zumalacárregui, guerrillero guipuzcoano en la Guerra del Francés, era el militar de moda. Rápido en la decisión, clásico en sus planteamientos –hablamos de estrategia militar- y audaz en las improvisaciones, se había convertido en una suerte de galáctico de las armas carlistas. Conste que, a pesar de la buena fama que le ha quedado, también fusilaba enemigos con entusiasmo. Que se lo digan si no a los llamados Celadores de Álava, voluntarios liberales de los que ejecutó a ciento dieciocho de una tacada.
Él no quería tomar Bilbao, que, para empezar, era una ciudad liberal sin la menor afición a su causa. Sin embargo los demás mandos carlistas querían una capital a la que en el extranjero conociesen mejor que Estella, donde se había instalado la corte, y el enemigo quedaba tan lejos que el empeño parecía asequible.
El sitio duró tres semanas, entre junio y julio de 1835, pero no, el post no da para contarlas. Digamos que los dos bandos cruzaron muchos cañonazos y que los que disparaban los sitiados hicieron más daño; que, contra la opinión de Zumalacárregui, don Carlos mandó apuntar contra el centro de la ciudad.
También que el rebote de un tiro fallido acabó en la pierna del general, que con las prisas lo curaron mal y que a los pocos días se lo llevó la gangrena.
Luego aparecieron por allí el inevitable Espartero con su caballo y su ejército, los carlistas optaron por retirarse, tras comprobar que no podían con las ciudades amuralladas, y el golpe les dejó baja la moral para el resto de la guerra.
Con lo cual, dando un salto sobre cinco años y muchos litros de sangre, en el próximo post ya podemos dedicarnos a rematarla. Tocará hablar del Abrazo de Vergara, de los fusilamientos que lo precedieron –desde luego son una constante; pero en aquel caso fueron el recurso del Pretendiente para hacer una crisis de gobierno- y de las consecuencias de la paz que siguió.
De todas formas, aunque las despacharemos en menos espacio, aún quedan otras dos guerras.
… Continuará
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