GUERRAS CARLISTAS PARA DUMMIES – V

GUERRAS CARLISTAS PARA DUMMIES – V

 

GUERRAS CARLISTAS PARA DUMMIES – V

 

Tras un parón un poco largo para que los ejércitos contendientes tuvieran tiempo de organizarse, vamos con la Primera Guerra Carlista; advirtiendo que no sólo no se pretende contarla entera, sino que el propósito es despacharla en modo panorámica, sin extenderse más de dos posts… o tres.

Para empezar, ni los sublevados ni mucho menos el rey que consideraban legítimo y llamaban Carlos V habían decidido una guerra; como mucho, lo que no les quita responsabilidad, la consideraban un procedimiento subsidiario para conseguir el poder, seguramente innecesario. Porque,

¿cómo no iba a sumarse toda España, excluyendo un puñado de masones irredimibles, a una causa tan evidente y tan justa?

Lo que hubo de salida, por lo tanto –es obvio lo que se parece la situación a la de julio de 1936-, fue un pronunciamiento, destinado a triunfar en todo el territorio nacional. Luego resultó que el éxito no fue pleno, ni siquiera mediano como en el golpe de Mola y sus conjurados, más bien un fracaso estimable. La mayor parte del ejército permaneció fiel al gobierno y por tanto a la regente, o por sentido de la disciplina o porque en él predominaban los liberales, y los entusiastas de la población civil o se dispersaron o fueron dispersados muy pronto, sin contemplaciones en bastantes casos.

Como quedó apuntado en el post anterior, las excepciones fueron tres. Una, la ruralidad del País Vasco y Navarra, tan entusiasta de la causa carlista que la chapela tradicional se convirtió en el tocado de su ejército –se acostumbra a dibujarlas rojas, pero conste que predominaban las blancas-, otra la Cataluña igualmente rural. Es decir, comarcas muy apegadas a sus tradiciones, que veían con recelo las transformaciones inherentes al mundo moderno por si hacían cambiar sus sociedades.

Si se echa un vistazo al mapa actual del voto de ciertos partidos nacionalistas podrán sacarse reflexiones sobre la coincidencia.

El otro sector bélico se iba a instalar entre Aragón y Valencia, en las montañas del Maestrazgo y adyacentes; con cierto apoyo popular, de nuevo rural –aquí los partidos nacionalistas no han prendido, aparte el fenómeno de Teruel Existe-, pero sobre todo porque un líder con dotes bélicas innatas y bastante mala sangre, Ramón Cabrera, lo tomó como terreno propio. Entre lo complicado que es el terreno y sus jugadas estratégicas, de allí no había quien lo sacara; y no quedaba demasiado lejos de Valencia.

Con este punto de partida la guerra no podía ser convencional. Más bien una sucesión de marchas, ataques por sorpresa, contraataques, pocas batallas o casi ninguna y en cambio muchísimas batallitas. Unos, sin medios para tomar ciudades –Cabrera llegó hasta Burjasot y se puso a fusilar liberales a la vista de Valencia, pero le constaba que no podía pasar de ahí-, esperaban que el resto de España entendiese por fin la justicia de su causa; los otros que, siendo los carlistas un número limitado, acabarían por quedar cansados o muertos.

Y es que hemos mencionado una de las características de esa guerra, no precisamente encomiable. Para cada bando, convencido de representar legítimamente el país, los integrantes del otro no eran enemigos, sino traidores; y en la época no había ninguna duda sobre la pena que correspondía a la especie. Además solamente hacía una generación de la guerra contra Napoleón, de modo que mucha gente tenía fresco el recuerdo de sus atrocidades e incluso las había cometido. Si se añade cierta tendencia al carácter bravío, que a los españoles de la época aún no se les había amansado, y a que recibieron mucho mando una serie de sujetos con bastante mala entraña, el resultado solamente podía ser una carnicería que en nuestro tiempo abriría desde los telediarios de todo el mundo, con advertencia de que las imágenes pueden herir la sensibilidad del espectador.

Los británicos, a los que suele horrorizar la brutalidad bélica cuando no son ellos quienes la practican, se creyeron obligados a mediar; y remitieron a Lord Edward Eliot a negociar un convenio por el que conservasen la vida los combatientes que se rindiesen. Se firmó sin muchas ganas –al fin y al cabo suponía reconocer cualidad de parte al bando contrario- y se cumplió, no mucho, durante poco tiempo; pero la opinión inglesa quedó muy satisfecha.

Con este punto de partida, más que sintetizar las acciones de guerra –de lo que resultaría un lío descomunal, porque ni sus protagonistas las tenían claras muchas veces-, es mejor centrarse en unos pocos acontecimientos importantes y en alguno que otro especialmente representativo. Por ejemplo, en cuanto a estos últimos, relatar como el mando cristino, o sea gubernamental, en Cataluña mandó fusilar a la madre del general Cabrera, como represalia porque éste, hecho fuerte en los Puertos de Beceite, andaba ejecutando alcaldes colaboracionistas con el enemigo.

Cabrera, asomado al balcón, gritó que el río Matarraña, al que daba su fonda, había de bajar rojo de sangre.

Tal vez no consiguiese derramar tanta, porque es un buen río; pero cuatro mujeres o hijas de liberal que le quedaron al alcance sí que dieron la suya para aplacarlo, obviamente contra su voluntad y encima sin conseguirlo. Aclaremos que el general murió años más tarde en el exilio inglés, en modo aristócrata porque se había casado con una heredera rica, sin que nadie en este mundo le pidiera cuenta de sus actos.

Hasta aquí la primera entrega de esta entrega. Seguirán la larga excursión del rey Carlos, para unos, el Pretendiente para otros y el jefe de los bandidos para otros, que le llevó a las puertas de Madrid sin entusiasmar a casi nadie, y las referencias a un general con nombre de plaza, Zumalacárregui, que anduvo cerca de ganar la guerra del Norte.

 

                                                … Continuará

 

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Joaquín Borrell

lynx@librosjoaquinborrell.com
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