
22 Dic GUERRAS CARLISTAS PARA DUMMIES – IV
GUERRAS CARLISTAS PARA DUMMIES – IV
Siguiente entrega de la serie de explicación abreviada de las Guerras carlistas, necesaria para quien haya seguido las tres anteriores y esté defraudado porque después de tantos párrafos todavía no se haya disparado ningún tiro.
Pongamos el kilometraje a cero. Fernando VII acaba de morir y, la verdad, no ha dejado muchos motivos para que la gente lo sienta. La normativa sucesoria que ha dejado vigente traspasa la corona a su hija Isabel, que anda por los tres años, su viuda María Cristina va a convertirse en regente. Atendidas sus inclinaciones y su entorno, significa que el gobierno va a quedar en manos moderadas –traspolándola a los términos actuales, de centro derecha-. La mayor parte del ejército, que con la Guerra de la Independencia todavía cercana se siente protagonista de la situación, está de acuerdo con esa tendencia.
Los absolutistas radicales no. El infante Don Carlos, tan radical como el que más, tampoco. Y encima éste tiene la convicción de ser el rey legítimo, porque tiene por nula la derogación de la Ley Sálica, entendida como se ha explicado en las entregas anteriores. Vamos, que las mujeres no pueden reinar, ni a los tres años ni nunca.
Si añadimos que la nación está curada de espanto en cuestión de disparos, cañonazos y sablazos, parece evidente que la guerra civil se avecina;
pues, como dijo Manzoni, si en una disputa las dos partes están amparadas por una norma, o al menos eso creen, la cosa acabará en riña.
Y en efecto la guerra empezó, casi inmediatamente tras la muerte del rey. Aquí es donde conviene marcar claramente las diferencias con la guerra convencional, tal y como suele entenderse la palabra. No hubo inicialmente dos bandos enfrentados, cada uno con sus tropas propias y su territorio de partida. Serviría la comparación con la España de julio de 1936, con la particularidad de que ni siquiera se había orquestado un plan conjunto como el que urdió Mola.
Simplemente los partidarios de don Carlos lo dieron por rey y, en unos casos atacando y en otros defendiéndose de quienes sostenían lo contrario, pasaron al conflicto armado. Entre ellos había militares de carrera, pocos, porque ya hemos dicho que la mayoría del ejército era de tendencia liberal, aristócratas con medios puestos al servicio de la causa y dispuestos a jugarse personalmente el pellejo y sobre todo voluntarios, que suministraban la clase de tropa: los realistas convencidos, que en los meses anteriores ya habían hecho sus demostraciones de fuerza.
La diferencia con el 36 consiste en que la sublevación, además de no estar coordinada, no triunfó en casi ningún sitio. Tras los escarceos iniciales lo que podríamos llamar zona carlista quedó circunscrita al ambiente rural vasconavarro, entendido en un sentido geográfico amplio, el norte de Cataluña y las comarcas montañosas del sur de Aragón y el norte de Valencia. Con la excepción de este último caso, resulta notable que el territorio coincida con las zonas de mayor auge de los dos nacionalismos principales de España, el vasco y el catalán; y es que en el fondo quizá se esté defendiendo lo mismo.
Total, que el golpe sui generis pudo entenderse fracasado. Tampoco hubo ningún reconocimiento internacional para quien decía ser Carlos V, salvo el de Miguel de Portugal, que prácticamente se hallaba en las mismas circunstancias pero con más apoyos. Sin embargo los golpistas, también sui generis, pensaban que su situación de inferioridad sólo era provisional y que la justicia de su causa –muchos estaban convencidos de que también el favor divino- acabaría convenciendo a la mayoría de los españoles.
Por otro lado en la guerra de aquel tiempo resultaban más importantes que en cualquier otro momento la decisión de las tropas y la habilidad del mando. Los carlistas, idealistas según una versión y fanáticos según otras, iban a por todas y entre sus mandos había hombres muy dotados; sobre todo Tomás de Zumalacárregui, que tomó la dirección en el norte y a base de organización y golpes de genio convirtió rápidamente a sus voluntarios en un ejército de verdad.
Por tanto la represión de la sublevación –en aquella época la primera palabra tenía un sentido propio muy sangriento- fracasó tanto como la propia sublevación en extenderse. Los carlistas defendían sus territorios e intentaban extenderlos. En sus correrías llegaron hasta las puertas de Madrid y Valencia, pero tuvieron que replegarse rápidamente. El enemigo, o sea los cristinos, los mantenían en sus reductos e intentaban eliminarlos, con bastantes más bajas que éxitos.
Éste iba a ser el panorama durante siete años; con el agravante de que a las potencias absolutistas de Europa –es decir, Prusia, Austria y Rusia- hallaron prometedor el movimiento carlista y empezaron a apoyarlo, al menos diplomáticamente, tanto como ingleses y franceses lo combatían.
Es importante resaltar otra nota distintiva: en aquella guerra se mataba mucho y bien, al menos en cuanto el último adverbio sea aplicable al caso. Aunque fuesen uniformados y se considerasen a sí mismos tropas regulares los integrantes de cada bando no eran para el otro soldados, acogidos a las normas tradicionales de la guerra, sino traidores y bandidos; de manera que la rendición solía ir seguida inmediatamente del fusilamiento. Tanto se practicó éste que los extranjeros no tardaron en horrorizarse; y Gran Bretaña envió a Lord Elliot para hacer pactar a los contendientes que al menos las salvajadas se limitasen a las inevitables. Le hicieron un caso más aparente que real; y nulo en muchos de los escenarios del conflicto.
Estos posts no pretender ni siquiera resumir la crónica militar de la guerra, sino tan sólo esbozar sus líneas generales. Por tanto, aunque duró los siete años indicados, en el próximo despacharemos toda su evolución. Lamentablemente es la primera, de modo que quedarán dos más.
… Continuará
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