GUERRAS CARLISTAS PARA DUMMIES – III

GUERRAS CARLISTAS PARA DUMMIES – III

 

GUERRAS CARLISTAS PARA DUMMIES – III

 

El culebrón con el que ha arrancado el resumen de las guerras carlistas se interrumpió en uno de esos puntos de suspense que los guionistas del cine llaman cliffhangers –traducido directo, gente que cuelga del acantilado y en la entrega siguiente sabremos si se la pegó o no-.

Fernando VII, cercano ya el final de sus días –no era viejo; pero a muchos de sus contemporáneos ese final se les estaba haciendo muy largo-, resucita la Pragmática Sanción que su padre Carlos IV había aprobado y silenciado.

Suponía volver al orden sucesorio de las Partidas. Por tanto si la esposa del rey, embarazada a la sazón, alumbraba una hija ésta quedaría por delante del hermano, el infante Carlos –no hace falta decir que si nacía varón también-. Ocurrió el primer caso, con la futura Isabel II. Atendido el estado del monarca, resultaba previsible que los dos palitos del ordinal le asomarían siendo pequeña, lo que implicaba una larga regencia.

Quien sería la reina viuda, la napolitana María Cristina, tenía ideas demasiado liberales para lo que se estilaba en el entorno real, y lo normal es que se convirtiese en regente.

Entendámonos. No se trata de que María Cristina fuese una progre de mayo del 68, más bien podía considerarse una mujer muy conservadora; es que las ideas de ese entorno eran absolutamente cavernícolas. En ese sentido el infante Carlos iba a ser el monarca perfecto. No sólo haría lo que le diese la gana, convencido de que por designación divina él mismo encarnaba toda la nación. De paso esa voluntad se correspondería exactamente con la del entorno citado, porque además se trataba de un hombre bastante simple.

Por el momento Fernando seguía vivo. Había contradicho su propia palabra tantas veces que sobraba tiempo para hacerle rectificar. Además conforme se sentía declinar resultaba muy receptivo para todo lo que tuviese que ver con la salvación de su alma, lo que atendida su carrera no resulta nada de extrañar. Si se le convencía de que el absolutismo coincidía con el plan de la providencia divina –lo que resultaba compatible con la persecución que también habían padecido los religiosos liberales- incluso iba a ser fácil conseguir la marcha atrás.

En septiembre del 32, cuando Isabel se acercaba a los dos años, la ocasión pareció propicia. El rey, en el palacio de La Granja, se había puesto muy enfermo y era bastante dudoso que saliese de aquélla. La presión, encabezada por el ministro de Justicia Calomarde, se concentró astutamente sobre su esposa.

A María Cristina le explicaron que ni su hija ni ella iban a contar con ningún apoyo, que el ejército las expulsaría ignominiosamente de España, de forma inmediata o, en el mejor caso para ellas, tras una guerra civil.

Ella lo creyó y pidió al marido que dejara sin efecto la Pragmática Sanción. Fernando lo aceptó. Sin embargo, conforme a la tradición familiar, ordenó que la revocación se mantuviera en secreto hasta su muerte. Esta voluntad fue rigurosamente incumplida; y en pocos días todo Madrid, en unas semanas toda España, había recibido la noticia. Fue entonces cuando la infanta Luisa Carlota –hermana de María Cristina y mujer de armas tomar- practicó su moción de censura particular contra Calomarde con una bofetada bien sonora. Se supone que el ministro quedó como un señor al replicar: “Manos blancas no ofenden”.

Y de golpe el rey se puso bueno.

Como buen manipulador, no le gustaba nada ser manipulado y menos por medio de su esposa. Enfurecido anuló la anulación de la Pragmática que a su vez anulaba el Auto Acordado –deshaciendo el lío, dispuso que su heredera era Isabel-, cesó a sus ministros, desterró a Calomarde a su finca de Teruel y entregó el gobierno a Cea Bermúdez, que también era absolutista pero menos. Cercano al centro, se diría en la jerga actual.

A todo esto la tensión había llegado bastante más allá de la corte. El absolutismo contaba con una auténtica milicia muy numerosa, armada y repartida por toda España, los Voluntarios Realistas, de modo que la amenaza de guerra civil iba totalmente en serio. Para prevenirla Fernando VII ordenó que todos los interesados prestasen juramento de fidelidad a su hija.

Enfrentándose por primera vez de forma abierta a su hermano, Carlos contestó que no le daba la gana y acto seguido se exilió a Portugal.

Aquí un inciso muy breve, para no complicar más las cosas. Carlos estaba casado con una princesa portuguesa, Francisca de Braganza, que poco tiempo después murió y fue sustituida por su hermana Teresa. Portugal ya llevaba varios años en plena guerra civil, en circunstancias muy parecidas a las que iban a producirse en España: un hermano del rey anterior, en este caso Miguel, absolutista convencido, disputando el trono a su sobrina menor de edad. Si hemos calificado a Luisa Carlota, la de la bofetada, de mujer de armas tomar, era poco más que una ovejita en comparación con la tal Teresa, conocida como la princesa de Beira, que durante la guerra va a valer ella sola por varias divisiones carlistas.

Total, que el 29 de septiembre de 1833 San Miguel se llevó a Fernando VII –al menos era el día de ese santo- e Isabel II, que aún no había cumplido tres años, se convirtió en reina de España. O al menos de una parte de España, porque otra muy estimable no estaba dispuesta a reconocerla. Tres días más tarde, para acabarlo de arreglar, su tío dirigió desde Portugal el Manifiesto de Abrantes: no ambicionaba el trono, pero tenía la obligación de aceptarlo; y, aunque encareciese la unión, la paz y la caridad perfecta, quien no jurase sus banderas recibiría el tratamiento de traidor, que en aquella época no resultaba nada recomendable.

Total que el país entero era una yesca, que podía ser inflamada por una chispa, y Carlos acababa de arrojarle una yesca encendida.

Dejando la cuestión en este nuevo cliffhanger…

 … Continuará

 

 Libros relacionados: Hielo Rojo de Febrero

Joaquín Borrell

lynx@librosjoaquinborrell.com
No Comments

Post A Comment