DE PANDEMIAS Y FUEGOS SAGRADOS

DE PANDEMIAS Y FUEGOS SAGRADOS

 

DE PANDEMIAS Y FUEGOS SAGRADOS

 

Dado que el coronavirus sigue rondando –desgraciadamente- aunque mate mucho menos –afortundamente- puede ser oportuno mantener el recuerdo de alguna que otra plaga del pasado, en especial si de ellas puede sacarse alguna moraleja. Por ejemplo, que a veces la causa atribuida tiene muy poco que ver, o nada, con la verdadera.

El nombre técnico actual es ergotismo, pero en otros siglos se le asignaban expresiones mucho más literarias: mal de los ardientes, fuego sagrado o fuego de San Antonio, no porque éste lo extendiera sino porque la Orden de los Antonianos había sido creada precisamente para combatirlo.

Cuadro "Las tentaciones de San Antonio" por el Bosco

Puede resultar lucidor decir que uno falta al trabajo porque tiene el fuego sagrado, pero desde luego no es fácil que nadie se apuntara a sus efectos. Tenía una variante aguda, que mataba en pocas horas entre fortísimos dolores intestinales, y otra leve que aún podía resultar peor, porque el paciente se gangrenaba poco a poco. Muchas veces concurrían además unas alucinaciones tremendas; que para los hombres medievales aún resultaban más graves que para nosotros, porque se creían con mucha más facilidad lo que estaban viendo.

Se habían conocido casos en la antigüedad remota; pero se trató de una enfermedad típicamente medieval –con un par de siglos de propina-, que estragó regiones enteras. Los monjes antonianos hacían lo que podían con lo que hoy llamaríamos tratamientos paliativos; pero tampoco se les podía pedir filigranas en cuestión de epidemiología.

 

Parecía contagioso, por lo frecuentemente que enfermaban todos los miembros de una familia. Por supuesto circulaban teorías diversas sobre un castigo divino, o una prueba con el mismo rango. Tal vez lo de la prueba alcanzase más predicamento, no sólo porque entre quienes enfermaban había también buenas personas, sino porque incidía más en las capas pobres de la población; y visto lo que suponía ser pobre en la época, solamente faltaba que les mandasen más castigos.

Igual que en otras enfermedades, con el tiempo hubo quien se puso a pensar si no habría un agente transmisor. Las ratas suelen ser en estos casos las sospechosas principales y seguramente matarían a bastantes en tiempo de epidemia; lo cual mejoraría la salud pero no arreglaría lo del fuego, porque por una vez las ratas eran inocentes.

Por entonces nadie pensó en murciélagos, ni se sabía lo que eran los pangolines. No habrían solucionado nada, pues el fuego no tenía origen animal.

A finales del siglo XVI y tras una de aquellas rachas periódicas, en la Universidad de Marburgo, Alemania, se les ocurrió indagar qué habían comido los afectados. Resultó que el único alimento común era el pan de centeno, muy utilizado en la época y no para hacer dieta, sino porque era bastante más barato que el de trigo.

Sin embargo todos llevaban mucho tiempo comiéndolo sin que les pasara nada, de forma que tenía que mediar algún elemento más.

Por entonces ya había cierta capacidad para los análisis, aunque no fueran serológicos. La aplicaron al centeno del que habían procedido los panes y descubrieron que contenía un hongo, el cornezuelo. Todavía no podían saber que contiene ergotamina –de ahí viene el ácido lisérgico, que algunos relacionarán inmediatamente con los colocones de la época hippy-. Ingerida en cantidad suficiente, además de las alucinaciones producía la enfermedad del fuego.

Total, que en aquel caso no servían para nada el confinamiento –que no es ninguna novedad; véase el régimen de los lazaretos- ni las vacunas, que ni existían ni habrían importado al hongo. Tan sólo se trataba de dejar de comer pan de centeno a la menor sospecha de que tuviese cornezuelo, que lógicamente se desvanecía si el pan era de trigo y había con qué pagarlo.

Todavía hubo epidemias, incluso una muy estimable en el siglo XIX; pero tuvo lugar en Rusia, donde la situación del campesinado era tan extremada que preferían comer el cornezuelo, con el que había alguna posibilidad de supervivencia, a morirse seguro de hambre.

¿Y la moraleja del principio? Pues el caso no es obviamente aplicable a la actual pandemia –ésta no tiene que ver con comer nada, salvo comerse el coco- pero igual sirve para alertar que en cuestiones de epidemias, como en casi todas, muchas veces las cosas no son lo que parecen.

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Joaquín Borrell

lynx@librosjoaquinborrell.com
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