
18 Abr Crímenes con toga
Nota: hacia el año 65 antes de nuestra era Alcímenes el Tebano abrió en el barrio romano del Janículo un consultorio de exquiriente, que hoy se llamaría detective privado. En su labor investigadora, que no tardó en ser temida por todos los criminales de la Urbe, contó con la ayuda de su esclava Baiasca. Más tarde llegó al consultorio su sobrino Diomedes de Atenas. En “La esclava de azul”, “La lágrima de Atenea” y “La daga de zafiro” he recogido algunos de sus casos.
Sin embargo la documentación del consultorio no se limitaba a estos dossiers. También contenía notas diversas escritas por sus titulares e incluso alguna redactada por Baiasca, cabe suponer que por su encargo. Aludían a aspectos variados de su profesión, quizá como respuesta a consultas de clientes con quienes convenía quedar bien o, sólo el caso de Diomedes, para dar salida a alguna inquietud. Incluso constaban archivadas diversas cartas remitidas por los usuarios de sus servicios. Puede resultar interesante la transcripción.
Marché de Atenas impulsado por cierta circunstancia privada que quizá –en mi profesión nos consta que todo acaba por saberse- se descubra alguna vez. Es obvio por qué elegí la ciudad de las siete colinas, que mi sobrino Diomedes llama de las cien mil casuchas, dado que en nuestros tiempos las colinas ni siquiera llegan a verse. Nos guste o no a los helenos, que más bien nos disgusta, es la capital del mundo, donde no hay límites para el éxito en cualquier actividad. Tampoco para el fracaso, pero éstos pasan desapercibidos por lo mucho que abundan.
De un griego se espera que sea preceptor, para lo que no tengo paciencia, artista o filósofo, lo que implica pasar hambre o afiliarse a la subespecie de filósofo gorrón. Puesto a buscar ocupación me dije que tenía que haber otras aplicaciones del ingenio, que junto a la generosidad y a la sensibilidad es una de las grandes carencias de los romanos. En el barco oí a dos patricios criticar el auge de los delitos, que ellos achacaban a la blandenguería del partido popular.
Y es que en Roma se asesina mucho, todavía se roba más y también se estafa, se prevarica y se estupra. Reprimir el crimen es cuestión del pretor, los ediles y los triunviros, con competencias diversas y una ineficacia común. Les faltan medios, a menudo también ganas y, como romanos, la sutileza se halla excluida de sus razonamientos. Se dirá que otro tanto ocurrirá con los criminales; pero, puesto que para seguir su carrera no se requiere la condición de patricio, éstos tienen una procedencia mucho más variada. Además se enmascaran en el caos de la Urbe y es difícil seguirles la pista cuando uno está decidido a no desplazarse más que en palanquín.

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Éste fue el razonamiento que decidió mi oficio: el de investigar los crímenes y descubrir a los culpables, sus métodos y sus móviles, casi siempre por orden inverso al enunciado. Por supuesto excluí la posibilidad de ponerme al servicio de la administración romana, excelente para aprovisionar legiones en cualquier esquina del orbe o para aplanar cordilleras con sus calzadas, pero antitética de mis métodos por ciclópea y brutal. Trabajaría como artesano libre, puesto que la investigación es una variante de la artesanía, y sólo aceptaría encargos de quien me viniera en gana, para gestionarlos como yo quisiera.
El siguiente paso consistió en asignarle un nombre. A efectos comerciales convenía usar el latín, para disipar los recelos que el pueblo romano suele experimentar hacia lo que considera exótico y teme por refinado. La verdad es que no hubo que escarbar demasiado. Al verbo exquiro se le atribuye el sentido de buscar con método, o de extraer información sobre algo que permanece oculto. No había más que ponerlo en participio presente, que fue acuñado precisamente para eso, y ya teníamos el título para la profesión.
En cuanto al por qué del Janículo, quienes conozcan la Urbe no necesitarán explicación. Es un barrio tranquilo al lado bueno del Tíber –quiero decir que el hormiguero ciudadano queda en la otra orilla-, espacioso, como mi sobrino describe a Atenas después de la matanza ordenada por Sila, con buenas vistas y salubridad. Además se le tiene por una zona distinguida; y esto satisface el ego de la clientela, casi siempre algo erosionado cuando me visitan tras encontrar al padre despedazado en tinajas de salmuera o hallar un cactus en el lecho donde debía esperar la mujer.

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Mi primer consultorio radicó en la Subura, porque mis ahorros no daban para pagar más alquiler. Ofrecía la ventaja de que casi todos los culpables eran mis vecinos, pero ahuyentaba de la sala de espera a las gentes de bien. Luego una inversión fructífera –la verdad es que tuvo que ver con cierto tiro de caballos que me ganó el corazón en los entrenamientos para los Ludi Magni- permitió la mudanza. En el Janículo sigo, con suerte mudable; a diferencia de la suerte de los criminales romanos, invariablemente funesta desde que llegué.
Alcímenes el Tebano
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